Opinión
Ver día anteriorLunes 8 de julio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Doble remolque
T

ómese lo que sigue como testimonio o denuncia. Para lo que sirva. El caso es que, por motivos que no vienen a cuento, por encima del promedio paso buena parte de la vida en carretera. Unas más que otras, he manejado las grandes y muchas medianas o estatales, y nunca antes hubo peor y más letal plaga que los tráileres (doblemente voluminosos) con doble remolque. Invento infausto que mi memoria primordial, allá en los albores del neoliberalismo, asocia a las refresqueras de cola, especialmente la roja. Un poco por lo viajado al extranjero, y otro poco lo documentado en los años y los ocios, concluí que por pocas naciones circulan tantos, y nunca tan inmensos, convoyes de mercancía y materiales sobre ruedas de hule, como en México a lo largo y su ancho. Se sabe que Estados Unidos, Europa, Canadá, tienen regulaciones, límites. Hasta China. De Siberia no respondo.

Miles de millares, millones de personas que recorremos en carro, autobús o moto las carreteras y autopistas del país, sabemos que hemos sido expulsados. Los caminos ya no nos pertenecen. (Y no me refiero a su privatización hoy epidémica, pero sin duda tiene que ver.) Somos las cucarachas de los mastodontes. Hasta los autobuses de línea. La invasión de dobles remolques mexican size, un brutal quítate que ahí te voy, es cada día más aplastante, voraz, y sólo vagamente legal. Todo el tiempo hay accidentes a causa de ellos, a veces los reportan los medios, sobre todo si devienen desastre, como la pipa de Xalostoc. Las autopistas que llegan o salen de la ciudad de México, o la Monterrey-Saltillo, son escenarios recurrentes de su nota roja vial.

Imagínese que va en carro (si es carrito, ni se le ocurra) a los 100 o 120 reglamentarios y es alcanzado por un mastodonte a todo meter y ora sí que oríllese. La molicie de la muerte. La verdadera prueba viene cuando intentamos rebasar uno (que seguido es uno tras otro) en una carretera de montaña, o con curvas, o en reparación, o muy transitada. Hacen falta ojo de águila, sentido de la oportunidad, contexto histórico y mucha suerte para acometer el volado y salir airoso sin que aparezca alguien (¿otro tráiler?) en el carril contrario. Ellos dominan autopistas, casetas, gasolineras, aparcaderos. Dominan el paisaje. Son producto directo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, donde, claro, nos tocó de gato en una economía tan díscola y proteccionista como la norteamericana (Canadá incluido).

No, si uno se vuelve teórico. Con tantas horas al volante y cuidando el pellejo a merced de las bestias del diesel, uno va piense y piense; imagina manifiestos y filípicas contra los culpables atrincherados en Harvard, Yale, Disneylandia o el ITAM, mientras traga humo, polvo y resentimiento. Todo resultó de un cálculo estúpido de economistas y gobiernos ya antes de 1980. Fue moda mundial, patrocinó dictaduras en nombre de las democracias occidentales. Pero en México, por las buenas, nos pasamos de la raya en eso de seguirles su moda, la amarga medicina del libre comercio y las reformas serviciales (estructurales dicen ellos).

Pero volviendo al camino: el Estado liquidó las alternativas al asfalto. Los ya entonces abandonados trenes, que era como viajaban los pobres y las mercancías pesadas, ni pensaron en modernizarlos. Que se colapsen. La red ferroviaria es la misma de hace 70 años. Ya abandonada y obsoleta salvo algunas rutas norte-sur o interoceánicas que acaparan productores y distribuidores trasnacionales, y su cruel reverso: desesperadas cucarachas humanas que en su camino atroz al sueño americano se prenden a los cargueros a su paso por Arriaga, Tenosique o Tierra Blanca y les dan por nombre La Bestia.

No que se detuviera el auge del automóvil. Las ciudades fueron inmoladas en su combustión interna. Y la gente feliz. En las carreteras se impuso la necesidad de trasladar rapidito bananas del sureste, partes chinas desde Portland o manzanas de Washington (y que se joda Chihuahua). Aquí (ay, Naomi Klein) reinan las marcas: Bimbo, Coca, Cemex, Modelo, Pepsico, Nissan, Wall Mart, Sabritas, etcétera. Aunque ya son tantos los dobles remolques (por ocasiones en modo pipa), que ni se identifican o lo hacen en nombre de alguna empresa de transporte, como los peligrosísimos cafres de TMM. Y todo por desplazar basura para nuestra boca y cemento para nuestras tumbas.

Una noche me aproximaba a Coatzacoalcos y di con un embotellamiento que se apreciaba por varios kilómetros. Ajá. Foquitos. Mastodontes. Los carros ni se veían. Y era nada más que la policía puso un reductor de velocidad. Un rodar de horas aplastado por mastodontes como edificios, cuadras y cuadras en movimiento. Que luego corren y colean, y en las curvas invaden el carril opuesto. ¿Peatones? Los que quedan son heroicos, venden tamales o regresaron a las cavernas. Las paradas terminaron devoradas por los doble remolque, cifra de un Apocalipsis permanente en tierra de nadie que no sean ellos.