Opinión
Ver día anteriorJueves 11 de julio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¡Ay, las elecciones!
N

ada ha cambiado en lo fundamental. Las elecciones siguen cargadas de anomalías y suciedad. La ley electoral podría ser perfecta, pero el robo y quema de urnas, los impedimentos para votar, la violencia en algunos casos, y muchos otros trucos para modificar los resultados, siguen vigentes. La ley y quienes supuestamente se encargan de hacerla valer son testigos mudos de sus violaciones que, curiosamente, se hacen de tal modo que los comicios no puedan ser invalidados. No son suficientes, se dice.

Las violaciones en las elecciones son como la corrupción existente en México: forman parte de una cultura política. Se reprueba pero no se corrige, es una forma de hacer y de actuar, como si estuviera en la naturaleza de muchos mexicanos que, como el alacrán del cuento, no pueden evitarla. Y luego algunos se sorprenden de que haya abstencionismo.

La credibilidad en los procesos electorales no existe, o sólo para algunos, por conveniencia más que por ingenuidad. Con la posible excepción de los comicios de 2000, nunca, desde 1911, ha habido elecciones limpias e inobjetables. En todas ha habido anomalías y perversiones (y hasta asesinatos), en tanto que en otros países (entre los que ciertamente no estaría Estados Unidos) nadie duda de la limpieza del proceso y de sus resultados.

Son tan graves las circunstancias que se antoja empatar el Código Penal con la ley electoral: si se roban una urna, e incluso un voto, el o los ladrones deben ser detenidos y juzgados por apropiación de lo ajeno (que conste que no sugiero que se les corte la mano). Y si en una circunscripción electoral hubo un robo de votos, de cualquier magnitud y no sólo de un determinado porcentaje, anularla. El robo de votos puede ser tipificado porque hubo coacción, compra, soborno, acarreo, etcétera, que son elementos que inhiben la libertad del ejercicio democrático que debiera estar garantizada. El que roba un refresco de una tienda, un carro en la calle o la casa de mi vecino, es un ladrón, y como tal debe ir a prisión. Será la pena la que varíe, no la calificación del delito. Robo es robo.

¿Drástico en mi planteamiento? No necesariamente. Bastante nos cuestan las elecciones y el mantenimiento de los partidos como para darnos el lujo de admitir suciedad y trampas en el proceso que debiera ser democrático sin lugar a dudas. En esta ocasión, según se dice, hasta el crimen organizado participó en algunos estados donde hubo comicios: asesinando candidatos, patrocinando a otros, amenazando a la población, y otros expedientes de los bajos fondos que difícil sería probar. De lo único que estamos seguros (o casi seguros) es que el candigato Morris no hizo trampa, pese a sus largas y afiladas uñas.

El delito electoral no es cosa secundaria pues deja una dilatada estela de víctimas. ¿O no es víctima el ciudadano que tiene que aguantar tres o seis años a un representante que ganó a la mala, mediante una negociación inconfesable para, digamos, mantener el Pacto por México o garantizar los intereses de quienes lo patrocinaron? Si existiera la revocación del mandato algo podría cambiarse a medio camino, y si existiera la honestidad también: al renunciar quien no hace bien las cosas o es objeto de sospechas de malos manejos, como (¡qué pena!) ocurre en otros países, donde la corrupción no es vista con la misma naturalidad que en México.

Los hechos ilícitos en las elecciones no deberían tolerarse, la corrupción tampoco, y la prepotencia de quienes gobiernan, menos. ¿Tendríamos que pensar en importar brasileños, turcos o egipcios para expresar masivamente nuestro descontento, o de plano tendríamos que aceptar que a muchos mexicanos no se les da la democracia, la civilidad, la honradez ni la organización?

Da la impresión de que por tantos años viviendo en la tolerancia y la ine­fectividad de las leyes ya nos curtimos y nos hicimos inmunes a los hechos ilícitos o que, para decirlo más suavemente, ya nos acostumbramos y los vemos como algo normal. Me niego a aceptarlo: pienso que no se requiere educación especial para saber que no debemos tirar basura en la calle o en las presas recién limpiadas, que no debemos pasarnos el rojo de los semáforos, que la propiedad o la vida de otros no es nuestra ni tenemos derecho a apropiárnoslas, que cada voto es individual, libre y secreto, que los gobernantes deben servirnos y no nosotros a ellos, que no les pagamos para que hagan negocios con lo que no les corresponde, etcétera.

Una pregunta con apariencia de ingenuidad: ¿por qué los partidos y los candidatos gastan tanto dinero por un cargo que nominalmente les reportará a menudo menos de 100 mil pesos mensuales, como es el caso de los presidentes municipales y de diputados locales? Sólo encuentro dos respuestas a mi juicio relevantes: porque en el cargo y con el poder que éste les confiere se pueden hacer ricos en negocios directos o indirectos, y porque ese cargo les servirá para después lanzarse a otro y a otro más, con la intención de vivir del presupuesto hasta que puedan jubilarse convenientemente. ¿Y por qué no para servir al pueblo? ¡Qué? Esto es idealismo y los políticos no pueden ni deben ser idealistas, porque de serlo los poderes fácticos se los comerían, crudos o cocidos, pues para eso son poderes… y el poder se ejerce (si no, ¿para qué tenerlo?).

¿Se acordarán mis lectores de ese jueguito consistente en trazar una figura imposible sin separar el lápiz de una hoja de papel? Sólo doblando ésta de una cierta manera se puede hacer, es decir, saliéndonos del pensamiento lineal y simple usando nuestra imaginación. ¿Seremos capaces de idear elecciones y representantes que se apeguen a la legalidad sin necesidad de amenazarlos con la cárcel o revocándoles el mandato si alguna vez logramos este principio en nuestra legislación?

Por lo pronto, Peña Nieto ya demandó a los candidatos y a los partidos acatar los resultados. ¡Pues cómo no!, si hasta perdiendo gana, como es el caso de Baja California.

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