El árbol de la comunidad

Kiado/ México

Cuando la tierra se abre con verde y vida,
nace de nuevo la palabra en el árbol que canta,
 que es nuestra casa y nuestro camino.

Bajo el árbol que canta, mi olfato reescribe la huella soñada y tenso la flecha, apunto hacia el vientre de la víbora blanca en la Vía Láctea, para abrir su seno a la oración. Ante ustedes, piadosos señores, comparezco inclinado para que la luciérnaga de mis ojos no se ahogue en el mar resplandeciente de sus semblantes.

Señores: desde mis cuatro rincones circulares, con el nativo colmenar de la palabra, con un Padiuxh, levanto esta ofrenda en Yagavila y vuela mi reverencia a Gia’a Abaa (La montaña sagrada).

Desde la pluma gentil del guajolote, con cruces de viento me santiguo, me pongo los huaraches con cabos de amanecer e inicio la marcha acortando la distancia y alargando el tiempo para llegar a Lachi’i bila, el lugar que canta. Por ello, padre, renaciendo tu presencia, ahora me resguardo en tu palabra donde, para acercarse a los dioses, hay que decantar la sangre con espina de color y aguamiel. Desde este ayuno de sal y mujer, en el trasfondo del día de los siete colores del señor arco iris, mi sonrisa rueda su regocijo. Así, por nuestros difuntos conozco la cera hirviente, la que cauteriza honduras y se evapora en el descenso de cada lágrima; por siempre nos sostendrán los huesos de nuestras ánimas guarecidos por figuras de maíz en la isla verde, camposanto de milpa.

Hermosos dioses: en la palma de sus manos fermenta la suerte de sus hijos y siempre de pie les ruego eleven su gloria sobre nuestra flaqueza y nuestro destino. Este fuego que no se ha apagado con el color del calor, les pide la bendición para hacer comunal la sangre Xhidza (zapoteca); este machete que no ha arrancado gemidos a la muerte, les suplica consagrarse para su misión en la mano redentora, porque así como ustedes en el principio de la vida hicieron nuestra carne viviente con maíz y agua serenada, ahora es necesario que, con la victoria sobre el tiempo, hagan germinar el amor y el sosiego.

El fuego es como el agua cuando se derrama, no hay quien lo pare, la espuma es el humo del agua, el humo es la espuma del fuego. El viento juega con los árboles, la tierra canta con notas de una jícara que bebe. El agua que lleva nuestra jícara esta delimitada por su borde, en esta creciente alegría se ahorca la paciencia y sobre la alteración del señor barbado se desboca la febril estampida de la muerte. Y no es todo: por más que la garganta se anude, suplico un pedazo de sombra para nuestra hambre, para nuestra sed un manantial de fe y un rescoldo para nuestro maíz en cuyas heridas hierve la cal.

Para que la mar repose su cansancio en medio de esta playa de nubes, recostados como estamos, les cuento a los ríos que van la historia de los dioses que enseñaron a los hombres y mujeres guajolote a leer el cielo y el suelo. En esas dos grandes palmas de la  mano de nuestra madre, los hombres y mujeres del presente podemos leer su orientación para que nuestro corazón camine.

Melquíades Cruz, Kiado, autor y pensador zapoteco de Santa Cruz de Yagavila,
Sierra de Juárez, Oaxaca.