Una elegía de Alberto Gómez Pérez

Nuevos aires de la voz Tsotsil


Camaronera, San Mateo del Mar, Oaxaca, 1998.
Foto: Jorge Acevedo

Hermann Bellinghausen

Ante la sorpresa continuada –por momentos frágil, turbulenta, contradictoria- de la creciente ola de escritura en lenguas indígenas (y en castellano, pues se ha vuelto una práctica con traducción simultánea en las dos direcciones), el florecimiento de una poesía “otra” sigue abriendo sitio en la literatura mexicana a los autores indígenas. La experiencia es fascinante. La famosa lucha contra el lenguaje, el combate cuerpo a cuerpo con las palabras, el “chillen, putas” de Octavio Paz, se da aquí por partida doble e intensidad novicia. Al reto de hablar en voz alta, los autores indígenas se prestan la lengua castellana, pero sobre todo construyen la escritura, la canción, el sentido de sus lenguas, que han perdurado por siglos en condición ágrafa, y apenas ahora, por mano de ellos, busca ser dicha, cantada y sostenida al pie de la letra.

“Dales la vuelta, cógelas del rabo”. La imprevista literatura indígena del fin de siglo y el nuevo milenio ha venido a cumplir, en su crisol hirviente, el imperioso paradigma paciano. En tsotsil como en tseltal, nuu savi, rarámuri, mazateco, wixárika. En las ya seculares lenguas nahua, zapoteca y maya peninsular. En ch’ol y nhañú. Hay algo vivo aquí al exprimir las palabras, algo cargado de retos que los escritores en la lengua nacional ya no enfrentan: inventar una escritura y una identidad; crear lectores, es decir, un público letrado en la escritura de sus lenguas milenarias.

Además, en el fondo de esta pequeña epopeya de lenguas está su mayor aportación, de donde irradian todas sus demás virtudes y potencialidades: al decir, ve el mundo de otro modo. Para los pueblos indígenas, la sintaxis de sus días es diferente, anda otro ritmo, se conecta directamente con la tierra y sus criaturas de un modo que la literatura nacional dejó de tener, y como quiera nunca tuvo así. En un pobre intento por “traducir” el concepto fenomenológico, se habla de “cosmovisión indígena”. Aquella esencia del México profundo bonfiliano. Los escritores indígenas contemporáneos –no importa si urbanizados, licenciados o campesinos, maestros bilingües, miembros de una junta de buen gobierno, alcaldes, catequistas, promotores comunitarios- ven la vida desde otra parte, otra cultura (civilización, apuraría Guillermo Bonfil para desasosiego de los antropólogos). Desde su propio “tiempo mexicano”.

Quizá no deba extrañar que esta tradición fundacional de la escritura en lenguas originarias encuentre un escenario privilegiado en las montañas de Chiapas, que no sólo fue tierra de memorables poetas en castilla en el siglo XX, sino también donde los pueblos han alzado su voz y su palabra en rebelión política, en plegaria religiosa, en resistencia, protesta y organización creativa. Algunos de los mejores narradores indígenas de México escriben hoy en tseltal. Pero en ninguna lengua se han revelado tantos poetas verdaderos y de calibre como en lengua tsotsil. En menos de 30 años su nómina alcanza decenas. Vienen de San Juan Chamula en primer lugar, de San Cristóbal de las Casas, Chenalhó, Huixtán, San Andrés, Oxchuc, Simojovel. 

Alberto Gómez Pérez es un poeta de Huitiupán. La constancia de su obra ejemplifica ampliamente las particularidades anotadas líneas arriba, y también los elementos “universales”, comunes a los poetas de todas las lenguas: el amor, la muerte, la experiencia sagrada. Abreva en la fidelidad a una mitología donde dioses y cosas bullen y arden junto con la yunta, el trapiche, la coa, el molino, el acarreo del agua, el deseo carnal. Son poemas de maíz, se cuidan y renuevan en cada ciclo, en cada vuelta de su siembra. Así lo dejan claro sus libros Ak’o mu xtup sat le Jtotike/Que no se apague el sol (1997) y Yok’el k’akaletik/Llanto del tiempo (2000). En su nuevo poemario persisten los seres vivos del mundo, los parajes que conservan un espíritu, los olores, la meteorología del suelo y el corazón: “Mi cuerpo es un cadáver,/serpiente en luna llena,/fallecido, manso,/avispa tierna”.

Gómez Pérez recurría al sentimiento ritual y las prácticas religiosas tradicionales en su obra anterior. Sin renunciar a ello, en K’unk’n Lajel/Muerte tierna (Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literaturas Indígenas, CELALI, San Cristóbal de las Casas, 2013. Traducción al tzotzil de Enrique Pérez López) se concentra en una larga elegía amorosa: éxtasis y deslumbramiento, pérdida, dolor, el aroma de la nostalgia, el rigor del despecho, la soledad como única compañía en la lucha a muerte contra el olvido. Hay flores y gusanos, la belleza indecible de la mujer amada, las ansias, la voz incesante del reino natural, los estigmas de la herida: “Desfilan viento, fuego, pasión, cuerpos;/sobre todo, cuerpos de tierra/empotrados en el silencio de las tumbas”

Todos podemos morir de amor, pero cada que sucede es primera vez sobre la Tierra. Se trata del mismo idioma tsotsil en el cual la narradora musical y performer estadunidense Laurie Anderson encontró el sonido de los pájaros. Así encarna el canto bilingüe en Alberto Gómez Pérez: “A estas horas/el sueño busca en tus manos./Siente ramajes de árboles sobre el ombligo./Descubre verde montaña en tus ojos,/tallos de heno, cedro, murmullo de hojas,/viento,/mejillas y vientre,/brazos y caderas,/boca y bustos”.

También visitan al poeta los vendavales de su jch’ulel, como acontecía con sus padres-madres en tiempo inmemorial. Hoy el tiempo es moderno, corre, crece, se transporta: “Ti balbal karoe luben sat chk’elvan,/ta stsan sbeinel,/tsk’el va’ay u chmuts’sativan.//Ti bee jxanovel no’ox, mu bak’in xk’ot”. (La combi observa con ojos cansados,/prende el andar,/mira y hace un guiño.//El camino es pasajero,/nunca llega).

Apenas explícitas, la lucha de liberación nacional, la autonomía y las libertades conquistadas están en el impulso de esta poesía. Como que sucede en el Chiapas de los zapatistas y las comunidades eclesiales de base, las organizaciones, los pueblos libres de la selva Lacandona que defendiendo su porvenir lo hacen por el país entero. Mas como buena parte de la mejor poesía indígena mexicana, no es panfletario sino sutil. Lejos de los dolientes personajes vencidos de la literatura indigenista del siglo pasado, en los pueblos mayas y zoques de Chiapas encontramos comunidades de hombres y mujeres dueños de sus tierras y sus vidas. Donde los desplazados cuentan y duelen, donde la muerte de un indígena, y por consecuencia su vida, vale más que antes: “Tristezas de pueblos/en manos y dedos de huracanes,/conciencias y libertades”.

En K’unk’n Lajel/Muerte tierna, Alberto Gómez Pérez y Enrique Pérez López hacen su parte por la continuidad y el florecimiento de una nueva literatura mexicana, la de sus pueblos indígenas. La palabra continúa.