Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 14 de julio de 2013 Num: 958

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Geometría de la música y armónicos de la pintura
Norma Ávila Jiménez

Recetario
Fernando Uranga

La flor del café
Guillermo Landa

En el tren de la muerte
Agustín Escobar Ledesma

Elsa Cross: el mapa del amor y sus senderos
Antonio Valle

Madiba Mandela
Leandro Arellano

Con Nelson Mandela
Juan Manuel Roca

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Luis Tovar
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Senectute

Con un mínimo esfuerzo, cualquier cinéfilo medianamente memorioso puede recordar al menos tres o cuatro filmes cuya trama gira en torno al mal de Alzheimer. De hecho, para cierto cine –sobre todo on pero también off Hollywood– dicha enfermedad ha llegado a convertirse si no en un lugar común, sí en un recurso más o menos facilista al que suele acudirse –en ese cine– con el propósito nada velado de provocar en el espectador una empatía que, dada la estructura dramática light, predigerida y de mínima exigencia participativa que caracteriza a dicho cine, siempre cae demasiado cerca de la lástima.

Algo similar sucede con el abordamiento cinematográfico de toda suerte de diferencias, físicas o mentales, de la media humana, eso que cada vez menos sincera y atinadamente puede ser llamado “normalidad”, trátese del síndrome de Down, una paraplejia, el autismo, más un etcétera extenso.

Entre paréntesis

Poco o nada se repara en un hecho al que se le escurre el bulto: la más elemental de las lógicas indica que por esa línea de tratamiento fílmico-argumental de la diferencia o de quien es diferente, debería llegarse también al ensayo reiterativo de la mirada lastimera, condescendiente, conmiserativa –piadosa, inclusive– a cualquier “anomalía”, por nimia que parezca, sin importar que la supuesta incapacidad termine resultando la cosa más “normal” puesto que la tienen, la tenemos, decenas o cientos de miles o hasta millones de personas. La lista sería interminable: ser sordo, ciego, mudo, tuerto, tener una extremidad más corta que la otra, alguna mutilación, una dislalia, una dislexia, una alalia... No se repara, pues, en el alto peligro de caer –realizadores y espectadores por igual– en esa actitud absurdamente perdonavidas que puede resumirse en el uso del adjetivo “pobrecitos”, aplicado a los personajes “anómalos” que, quiérase o no y por causas estrictamente biológico-antropológicas, son utilizados por contraste para que el “normal” confirme la tranquilidad de que lo es.

Como te ves me vi…

Dicho riesgo de exceso y distorsión (quizá) involuntaria vuelve notablemente más difícil aproximarse a un personaje de naturaleza diferente, sin desbarrar en el intento a fuerza de sensiblería, chantajes emocionales y sobredimensionamientos varios. Por considerarlos políticamente incorrectos en este caso, lo habitual es ver desechados la ponderación entre lo que se considera normal o anormal; la objetividad que evite hacer del sujeto narrativo un virtual freak o casi un fenómeno circense; así como un distanciamiento que permita la mirada amplia y cierta dosis de mesura dramática.

Con su ópera prima titulada No quiero dormir sola (2012), Natalia Beristáin logró buenas cotas de ecualización entre los elementos antes mencionados: consciente o intuitivamente, impidió que su historia de una abuela con Alzheimer y una nieta forzada por las circunstancias a hacerse cargo de ella, incurriera en los desequilibrios y las trampas suprascritos, muy posiblemente en virtud de un acierto previo: el de haber elegido, para contarla, una historia que parece conocer de primera mano, vivida por personas, aquí vueltas personajes, a los que igualmente ha tenido acceso directo.

…y como me ves te verás

Amén de una eficiencia formal evidente, Beristáin consiguió algo que otros realizadores no son capaces o no les interesa: trascender el tema obvio –el Alzheimer en este caso– para llegar a otro, más profundo, del que aquel acaba siendo transmisor o detonador. El reflejo que la nieta joven (Mariana Gajá, cumplidora) ve de su probable futuro en la abuela física y mentalmente declinante (Adriana Roel, notable), otrora actriz que todavía puede recitar pasajes del Tío Vania de Chéjov, es un apunte valioso para una de las reflexiones más graves de nuestra postmodernidad: qué hacemos o dejamos de hacer con ellos, cómo los consideramos, qué tanto entendemos y cuánto desconocemos de esos semejantes nuestros, que cada vez son más y de los que si hay suerte formaremos parte, a los que cubrimos de eufemismos: adultos mayores, tercera edad, “abuelitos”… como si llamarlos viejos o ancianos fuese necesariamente peyorativo y escondiendo, en el eufemismo, altas dosis de aquello que se dijo al principio: una lástima equívoca y una “superioridad” sobrealimentada por el miedo.

Taras que pueden ser trocadas por la dignidad, la solidaridad y el amor, como lo propone Beristáin en No quiero dormir sola, y, es preciso insistir, sin sustituirlas por una cursilería inútil ni un tremendismo facilón.