Opinión
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Las frágiles bases del gobierno de Rousseff
C

omo en casi toda América Latina, en Brasil no existen partidos estructurados, disciplinados, con una base ideológica distintiva, sino agrupamientos informes y heterogéneos de caudillos locales e intereses que saltan sin problemas de una a otra organización según sus conveniencias. El Partido de los Trabajadores, que nació mediante la acción común de los movimientos campesinos, de las Comunidades de Base, de los gremialistas combativos y luchadores contra la burocracia sindical progubernamental y de los restos de las diversas izquierdas, revolucionarias o no, fue rápidamente absorbido por el sistema e integrado al gobierno a partir, sobre todo, de la llegada de Luiz Inacio Lula da Silva a la presidencia del país e igual cosa le sucedió a la Central Única de Trabajadores (CUT) que el PT dirige y hoy no es una excepción ni tampoco una vía para canalizar la movilización popular.

Lula representó en el PT al centroderecha, se apoyó en los dirigentes sindicales y llevó al partido a la concertación con los más corruptos líderes y organismos de la posdictadura para lograr una mayoría parlamentaria, y aplicó una política esencialmente neoliberal y extractivista muy favorable a las grandes empresas, el agronegocio y el capital financiero, cubierta por una acción asistencial para los más pobres que, por importante que sea para quienes la reciben, tiene muy escasa incidencia en los gastos del Estado (por ejemplo, los vuelos ilegales de políticos en aviones oficiales absorben más recursos que la ayuda alimentaria a los pobres).

La historia brasileña, por otra parte, no conoció jamás un movimiento de masas independiente, y tanto Lula como su sucesora, Dilma Rousseff, no hicieron nada por una reforma agraria ni llamaron nunca a una movilización para imponer leyes favorables a las mayorías populares y para romper el monopolio capitalista oligárquico de los medios de comunicación y de las instituciones parlamentarias.

Como ya hemos dicho en artículos anteriores, la extensión que fue adquiriendo la lucha contra el aumento del precio del transporte que inició el grupo juvenil Pase Libre terminó por desnudar la impopularidad de una vida político-oficial basada en partidos totalmente ajenos a la ciudadanía y repudiados o ignorados por la mayoría de ésta, así como la fragilidad de la política gubernamental de alianzas políticas sin principios y pagadas con la corrupción para poder formar una mayoría parlamentaria que no permite, sin embargo, controlar ambas cámaras. Dilma, por ejemplo, propuso un plebiscito para aprobar un proyecto limitadísimo de reforma política que al menos hiciera a los partidos menos dependientes de los aportes de las empresas, pero el boicot del Parlamento congeló su proyecto y, de paso, impidió atender siquiera algunos de los reclamos de los manifestantes. Por si fuera poco, los parlamentarios, que gozan de enormes y odiados privilegios, se tomaron vacaciones de invierno y se declararon en receso, dejando al gobierno a merced de futuras movilizaciones. En lo inmediato, por consiguiente, la próxima visita del papa Francisco podría tanto darle una tregua al gobierno como ser utilizada para presionarlo con manifestaciones masivas como parecen indicar los sucesos en Río de Janeiro.

Mientras tanto, la situación económica sigue siendo difícil y sigue bajando la popularidad de Dilma Rousseff –candidata a la relección presidencial–, lo cual hace que en el mismo PT crezca la preocupación y se empiece a hablar de una nueva elección de Lula. Éste, mientras rechaza esa posibilidad, de hecho se coloca como pieza de reserva, insinuando su disponibilidad, y logra popularidad por contraste, incluso con el gobierno, declarando que los manifestantes tienen razón y sosteniendo que hay que reformar al Partido de los Trabajadores (que él formó, deformó y castró durante su liderazgo y sus sucesivos gobiernos).

Se refuerzan así las bases de un cesarismo particular verde-amarillo, verbalista y demagógico, que trata de asegurar mayor estabilidad a los sectores capitalistas más importantes y concentrados y de impedir que lo que queda de la izquierda del PT se reorganice, aplique medidas populares (ahora, por ejemplo, la gratuidad del transporte urbano) e intente dar un cauce político a la protesta democrática popular.

Al mismo tiempo, ya están surgiendo los Berlusconi brasileños que dicen que todos los partidos son iguales y que todos los políticos, sin excepción alguna, son corruptos. Aprovechando el bajo nivel cultural, político y organizativo de los trabajadores brasileños, estos políticos que gritan contra todos los políticos (son jueces o periodistas) y que son profundamente conservadores, persiguen dos objetivos a la vez: desestabilizar el gobierno del PT, Lula y Dilma y ganar influencia en las fuerzas armadas, cuya dirección está irritada con la presidenta por la intención de investigar los crímenes de la dictadura, y en la rosca formada por el agronegocio, el gran capital y Washington, los cuales quieren en el Mercosur y la Unasur un Brasil muy moderado.

La crisis mundial y regional estimula y acelera la lucha política y los enfrentamientos de clase. Tanto la estructura tradicional de la política y del Estado en Brasil como la dominación capitalista en el país pasan así por una nueva fase que es muy probable que se exprese en el interior del PT, el más partido de los no-partidos brasileños y en las relaciones entre gobierno y sindicatos petistas. La modernización salvaje de la economía y la sociedad, primero con el Estado Novo varguista, después con la brutalidad del supuesto desarrollo de la dictadura y, por último, bajo el progresismo neoliberal y de Lula-Dilma, dio como resultado una relación de fuerzas sociales más compleja y, en adelante, nada será igual que antes. Por fortuna.