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Todos los fallecidos pertenecían a la Hermandad Musulmana

La mayoría de las víctimas recibió tiros en la cara y el pecho
The Independent
Periódico La Jornada
Domingo 28 de julio de 2013, p. 19

El Cairo, 27 de julio.

Aimán Husseini yacía cerca de la pared. Jaled Abdul Nasser tenía su nombre escrito en la mortaja, a un lado de la puerta. Había 37 cadáveres en la habitación, anegada en sangre. Los médicos tenían la camisa ensangrentada. No pasó mucho tiempo para que se nos empaparan los zapatos. Había charcos de color pardo oscuro por todo el paso de las camillas, incluso en las paredes. El hospital aledaño a la mezquita de Rabaa estaba retacado de hombres y mujeres que lloraban. Muchos hablaban de Dios. “Estas personas están en el sol –me dijo un médico–, están con Dios. Nosotros estamos en la sombra.”

Todos creyentes, supongo. ¿Y los muertos? Tal vez se requiera un parte médico para entender que fuesen tantos. Con un tiro en la cara la mayoría, varios en los ojos, muchos en el pecho. Sólo vi un cuerpo del que dijeron que recibió un disparo en la espalda. La mayoría de los rostros que me mostraron llevaban barba. ¿Una matanza? Casi de seguro. Y éstos eran apenas algunos de los muertos. ¿Qué diablos pretendía hacer el general Abdul Fattah Al Sisi el viernes, cuando convocó a los egipcios a mostrarle su respaldo en las calles?

Estos asesinatos ocurrieron en las horas anteriores al amanecer. La policía, según todos los relatos, abrió fuego, primero con perdigones, luego con municiones reales, cuando miembros de la Hermandad Musulmana desfilaban cerca de la tumba del presidente Anwar Sadat –él mismo asesinado hace 23 años por un islamita llamado Jalid al-Islambouli, nada menos que teniente del ejército–, no lejos de la mezquita. ¿Quién disparó primero? Bueno, todos los muertos eran militantes de la Hermandad, amigos o parientes de ellos. Ningún policía murió.

La Hermandad afirma que su gente iba desarmada, lo cual podría ser cierto, aunque tengo que decir que un hombre que custodiaba un auto estacionado cerca de la mezquita, quien me condujo al hospital, llevaba un rifle Kalashnikov. Viviendo en Beirut, me he acostumbrado a ver armas en manos de jóvenes, pero aun así me estremecí un poco al ver a este hombre de playera azul portando un arma automática. Sin embargo, fue el único hombre armado que vi.

Pero ¿por qué tenía que pasar esto? El doctor Ahmed Habib me dijo que nunca había experimentado la muerte en esta escala –y hay que recordar que yo veía sólo algunos de los egipcios caídos la mañana de este sábado– y que había consumido el equipo médico para dos semanas en unas cuantas horas. ¡Mire la sangre en mi ropa!, gritó.

Muchos de los médicos estaban tendidos fuera del cuarto de los muertos, dormidos en el suelo sucio, exhaustos luego de toda una mañana intentando salvar vidas.

Nadie culpó al ejército, lo cual deslinda a Al Sisi como general, pero no como líder golpista que demandó al pueblo de Egipto apoyar su batalla contra el terrorismo. Tampoco lo deslinda como padre. El general tiene tres hijos y una hija, pero los 37 muertos que vi este día eran también hijos de Egipto que, sin duda, merecían alguna compasión. Su pertenencia a la Hermandad –si en verdad todos eran militantes– no los convertía en terroristas. La noche del viernes les confesé a varios amigos mi temor de que hubiera muertos en las calles de El Cairo. ¿Significa esto que yo, apenas un extranjero, temía un cuarto de la muerte como el que vi este domingo y en cambio Al Sisi, nada menos que un eminente militar, no pudiese vislumbrarlo?

Dicen que ahora somos minoría y que no merecemos vivir, me dijo otro médico. No me gustó esa afirmación propagandística, pero eran minutos dramáticos en un cuarto repleto de cadáveres, en el que muchos del personal médico tropezaban literalmente con los cuerpos y sus mortajas. Éstos fueron sacados del cuarto en camillas, bajo los flashes de las cámaras –nadie desaprovechó la oportunidad de exaltar el martirio de la Hermandad y muchas veces se invocó afuera el nombre de Dios–, e insertados en ambulancias que hacían fila junto a la mezquita bajo el calor del mediodía.

Muchos dijeron lo que la gente siempre dice cuando se enfrenta a la tragedia. Que jamás se darán por vencidos, que prefieren morir antes que someterse al imperio del ejército –esto en un país, recordemos, donde debemos creer que el golpe ocurrido no ocurrió– y que Dios es más grande que la vida misma, sin duda más grande que Al Sisi, declaración con la que el general sin duda estaría de acuerdo. El doctor Habib insistió en que había una vida después de ésta, y admito que, estando en un lugar de muerte, le pedí que lo demostrara. Porque no somos animales que sólo comamos y bebamos agua toda la vida. ¿Cree que esa es la única razón de nuestra existencia?

Detrás del hospital había muchos hombres heridos en los pies; algunos aullaban de dolor. Pero fueron las víctimas mortales las que capturaron nuestra atención, abatidas hacía tan poco tiempo que sus rostros aún no adquirían la marca de la muerte. Un paramédico tuvo dificultad en cerrar los ojos de un cadáver y tuvo que pedir ayuda a un doctor. En la muerte, al parecer, uno siempre debe aparentar estar dormido. Y, aunque parezca lugar común, me pregunto si ése es ahora el estado de Egipto.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya