Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 4 de agosto de 2013 Num: 961

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Jorge Humberto Chávez: Road Poet
Marco Antonio Campos

José Luis Martínez: El trato con escritores
y otros estudios

Adolfo Castañón

Los nombres en Tolstói
Alejandro Ariel González

Los Tolstói serbios
Ljubinka Milincic

Tolstói en su
prosa íntima

Selma Ancira

Reflexiones de un traductor de Tolstói
Joaquín Fernández-Valdés
Roig-Gironella

Una familia internacional
Irina Zórina

Narrar el umbral:
La muerte de Iván
Ilich
de Lev Tolstói

Maria Candida Ghidini

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Roberto Gutiérrez
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Una brevísima pausa

Apenas unos minutos antes había caído un fuerte aguacero, pero cedió de pronto y dejó la noche y las calles brillantes y frías. Un hombre y una mujer caminan ensimismados y ateridos. Él va y ella viene sobre la misma acera. Ella sostiene con las manos una bufanda oscura alrededor de su cuello y da pasos ágiles entre los pequeños charcos. Lleva zapatos bajos, mallas, falda y blusa negras, chamarra de mezclilla, el pelo abundante y revuelto. Él lleva un paraguas ya cerrado en la mano derecha y un portafolio en la izquierda, un saco de pana gruesa, camisa blanca sin corbata y avanza con cierta prisa también atendiendo a sus pasos y al agua que todavía corre en riachuelos. Varios metros adelante se interpone entre ellos un charco muy grande que sólo puede evitarse por la estrecha orilla que sobresale de la banqueta o rodeando por el arroyo de la calle. Casi al mismo tiempo llegan al charco y sólo entonces se dan cuenta de su mutua presencia. Él se detiene y le cede el paso. Sobre las puntas de los pies ella cruza por la orilla de la banqueta. Al pasar junto a él levanta la vista y le sonríe agradeciendo la cortesía. Brilla un poco su pelo mojado. Él la mira, inclina un poco la cabeza y también deja una leve sonrisa. Hay una intensa y brevísima pausa. Luego se alejan. Nada más ocurre entre ellos. Nada, o precisamente todo eso: la fugaz cercanía de los cuerpos en la impredecible distancia, un doble perfil que destella su impulso y acento, el contorno tibio de la estatura y el talle, el reflejo sutil de un aroma. La trivialidad que arrastra el encuentro no lo disuelve y la sólida pausa entre ambas figuras se desdobla de pronto en una duración de otro orden, en un tiempo que se abre a la infinita espiral de lo posible, que da resonancia a lo mínimo en la abundante sordera; sustancia y relieve a lo nimio en la gran desmesura. En medio del ruido de tantas cosas burdas, necias y romas que ocurren, a la orilla de un estanque de múltiple lluvia algo hace camino en el alma, toca el pensamiento y lo llama. “En el punto en que la molécula del alma se vuelve otra vez molécula de materia, además de ti mismo nadie más puede presentarse”, dice Odysseas Elytis. Y es esa presencia hacia adentro y afuera a la que aspira el poema:  “Que todos los derivados de la sonoridad secreta que realiza la escritura encuentren su analogía en el nivel de las relaciones humanas. De tal modo que incluso la unión de las palabras, aproximaciones de la adivinación, encuentre proporcionalmente su aplicación en tus actos y vínculos más allá de la racionalización, si se puede decir eso. La mano desconocida que estrecha tu mano. La oscuridad a la que le pones un astro. Los niños que cantan salmos y la iglesia, al final, aparece. Todo junto y cada uno por separado” (“Avante despacio”.) Al cruzarse en la calle indiferente y anónima, en el espacio de esa brevísima pausa se traman entonces las fibras de quizás un recuerdo: él se la llevó a ella en una mirada y ella a él en una sonrisa. No es poca cosa.