Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 4 de agosto de 2013 Num: 961

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Jorge Humberto Chávez: Road Poet
Marco Antonio Campos

José Luis Martínez: El trato con escritores
y otros estudios

Adolfo Castañón

Los nombres en Tolstói
Alejandro Ariel González

Los Tolstói serbios
Ljubinka Milincic

Tolstói en su
prosa íntima

Selma Ancira

Reflexiones de un traductor de Tolstói
Joaquín Fernández-Valdés
Roig-Gironella

Una familia internacional
Irina Zórina

Narrar el umbral:
La muerte de Iván
Ilich
de Lev Tolstói

Maria Candida Ghidini

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Roberto Gutiérrez
Cinexcusas
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Jorge Humberto Chávez:

Foto: María Meléndrez Parada/ archivo La Jornada
Road Poet

Marco Antonio Campos

a David Ojeda y Laura Elena González

Con un libro cuyo título es casi imposible de aprender, pero que puede leerse aisladamente  como un bello poema triste: Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto, el poeta juarense Jorge Humberto Chávez ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. El libro se publicó en una coedición Fondo de Cultura Económica, Conaculta e Instituto Cultural de Aguascalientes.

Dividido el libro en cuatro partes, la más grabable es la primera. Los poemas son desoladamente dramáticos. Por fortuna no es un chorreadero de sangre, sino en el curso de las páginas JHCH hace ver puntual y terriblemente cómo van siendo abatidos en Ciudad Juárez jóvenes, mujeres, niños o “los que nada tenían que ver”, hasta que dejamos de oír el silencio de los inocentes. Es decir, uno se va enterando que caen primero los del otro lado de la ciudad, luego los del barrio contiguo, luego el amigo, luego el hermano...” Se mata en la calle, en las escuelas, en las casas, en una tienda, en un centro comercial, en un bar, en un restaurante, en la carretera. El alma de los moradores se va perdiendo y se va perdiendo el alma de la ciudad. Juárez se despuebla, los juarenses se desplazan por el país y ya no vale la pena regresar porque no hay río ni llanto… Las balas parecen ser la diaria gran realidad y parecen zumbar siempre a centímetros de sus moradores. Todos se vigilan. El amigo y el enemigo. Se respira el delirio de persecución. Es como si de continuo cada uno estuviera viendo en el coche por el espejo retrovisor para ver si no viene alguien en nuestra cacería. Para citar a Jorge Humberto, es como si los vecinos de la calle Rayón juarense, en representación de buena parte del norte de país, jugaran “lotería a la luz del arbotante cantando los nombres de El Diablo y La Muerte anunciando los años que vendrán”.

Hanna Arendt trataba de explicar los actos del diligente burócrata nazi Adolf Eichmann en Viena durante la segunda guerra mundial y le parecían la viva representación de la banalidad del mal; en Juárez, en tantos estados de la República, es el gusto y la gratuidad de la extrema inclemencia. Recuerdo hace cosa de año y medio en Monterrey: una mujer policía de tránsito de a pie estaba parada en una esquina. Pasó un coche desde donde le dispararon. Murió. Por nada. Porque estaba allí. Porque a uno que iba en el coche le cayó mal o simplemente estaba practicando al blanco o porque creyó que era un acto más de la diaria estrategia del terror.

Para que haya habido en México decenas de miles de muertos y desaparecidos, en una u otra medida, o en gran medida, es porque han estado coludidos crimen organizado, policía y políticos; sin ese trío íntimamente hermanado no existiría el México detalladamente herido que nos legaron desde los años setenta los gobiernos priístas, pero sobre todo los gobiernos de Fox y Calderón, claro, con la parte que le toca al Ejército. Si Calderón imaginó un país –me digo– lo vio ante todo en lo que tanto ayudó en convertirlo: una gigantesca morgue. 

Jorge Humberto Chávez es un hombre de frontera. En el Juárez de antes era casi un recreo ir de compras o a pasear. Fui a Juárez al menos quince veces por cosa de veinte años; era la ciudad del norte que visité donde había en especial los mejores anfitriones, entre los que destacaron, el poeta Enrique Cortazar y el propio Jorge Humberto. Antes lo más natural era pasar, aun con un mero permiso, a El Paso, Texas. Lo insólito o paradójico: conviven y convivirán Ciudad Juárez, que llegó a ser la ciudad más peligrosa del mundo (y aún está entre las primeras), y El Paso, la cual es la primera o segunda más segura de Estados Unidos. El Paso y Juárez se volvió una doble frontera escindida, Juárez a su vez se escindió entre lo que era y lo que es y se escindió el corazón de la gente buena de sus habitantes. Los libros de poemas de Chávez no se entienden sin esa doble mirada: el norte de México y el sur de Estados Unidos.   

Manriquianamente, al mismo tiempo, hay en poemas del libro la nostalgia por ese Juárez de la infancia, y la nostalgia, por ejemplo, por ese padre que de pronto surge en imágenes fugaces: su vida en Denver, la deportación, el día de su muerte, los regalos que daría a los hijos… Una vida que el autor trata de explicársela y de comprenderla. Como trata de recordar y escribir páginas de ternura a la madre, a la pareja, a las hijas, al hermano.

En otras partes del libro, al igual que Eduardo Lizalde, uno de sus maestros, Jorge Humberto anheló unir en su vida poesía, vino, amistades, mujeres, o si se quiere, anheló escribir bien poesía para hablar de vino, amistades y mujeres. Temas que desde los griegos Anacreonte y Alceo unieron y llevaron a sus primeras perfecciones en occidente. No en balde uno de los libros de Chávez más divulgados tenga como centro irradiador un antro: Bar Papillon. Asimismo hay varios notables poemas que son vivos homenajes a varios de sus grandes poetas dilectos: un recuerdo pletórico de gorriones para William Carlos Williams, la visita ritual a la tumba de Apollinaire en el cementerio parisiense de Pére-Lachaise, un brindis lleno de afecto póstumo por Antonio Cisneros y dos poemas al pequeñísimo y misterioso pájaro de Amherst, Emily Dickinson, sobre la cual Francisco Hernández publicó hace un año un triste y angustioso libro y de quien Alejandra Pizarnik dijo en una pieza lírica de primera juventud que su nombre la espera “del otro lado de la noche”.

No quisiera terminar el texto sin recordar sus espléndidos road poems; Jorge Humberto parece haber nacido subido en un coche y pegado al volante. ¿No dijo él en un verso: “Mi afán de vivir está en el automóvil que llevo a la autopista?” Sus poemas están poblados de carreteras con centenares de kilómetros, de calles de ciudades de México y Estados Unidos, de llanuras desérticas, “del altiplano al mar y del mar a la montaña”, de noches solitarias y estrelladas...

Se puede hablar, como escribe Jorge Humberto Chávez, de que ya no vale la pena ir al río Bravo porque ya no hay río ni llanto, pero también de las muchas cosas que no niegan al mundo y por las que no se reniega del mundo. O al menos de las que él no niega ni menos reniega. Por ejemplo, claro, la poesía que abre ventanas, el deleitoso vino, las fieles amistades, la tibieza de la mujer.