Opinión
Ver día anteriorJueves 8 de agosto de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
¿Se puede vencer la pobreza?
L

a divulgación de las cifras del Coneval confirmó las peores previsiones en materia de pobreza y desigualdad. Dichos datos deberían ser suficientes para levantar un escándalo nacional o, por lo menos, para hacer sonrojar a los responsables del fracaso acumulado a través del tiempo. Sin embargo, la declaración oficial reclamando la necesidad de retomar la ruta del crecimiento económico como única forma de avanzar apenas sonó un par de días, pero no sacudió al país, no vimos a los partidos en el Congreso exigir mayores explicaciones o un programa de emergencia, por no hablar de la necesaria rectificación de las políticas económicas que debiera acompañar la certeza de que estamos ante un camino agotado. Nada de eso hubo.

Hasta podría creerse que las alusiones al hambre y otras lindezas estadísticamente registradas son, apenas, parte del discurso subliminal en apoyo de las reformas-panacea y no la declaración de principios de un nuevo curso de acción capaz de rearticular los esfuerzos de los mexicanos. Y eso es lo que falta: un cambio de fondo en la definición de la agenda contra la desigualdad, no una discusión técnica sobre el número de pobres que caben en un sexenio o el hipócrita golpeteo de pecho de quienes viven en el laberinto del electoralismo más intrascendente.

El combate a la pobreza, visto con rigor, jamás ha estado dirigido a extinguirla, si eso fuera posible aquí y ahora, sino a mantenerla a raya, a evitar que la situación sin futuro de millones se convirtiera en una incubadora de conflictos sociales inmanejables. Nadie desprecia la aplicación de esas políticas que salvaguardan los mínimos derechos humanos, pero tampoco hay alguien en pleno uso de su salud moral capaz de sentirse satisfecho con los niveles de bienestar que marcan a la sociedad mexicana en pleno siglo XXI. Vemos cómo se multiplican las obras de caridad, las fundaciones de beneficencia, esos intentos, algunos muy acertados y rescatables, de acercar a la gente del dinero con los desventurados de la vida. Pero cuando hablamos de millones de seres humanos nada de eso es suficiente. Está bien que unos cuantos ricos deseen salvar sus almas, aunque la urgencia está en darle medios a todos los ciudadanos para lograr una existencia digna, al menos sin hambre y sin violencia. Por desgracia, aunque la realidad me retrotraiga al abecedario determinista, el asunto está enhebrado con el tipo de economía que impone sus reglas y decide qué es bueno y qué no es aceptable. Y cuando se trata de ir a las causas, hay que buscar en la economía política y, por tanto, de la actuación del Estado. A veces se da por supuesto que todas las fuerzan que interactúan a escala estatal comparten un mismo horizonte y basta con que abandonen el egoísmo de los intereses particulares para lograr grandes acuerdos. Sin embargo, la realidad no es así y lo normal es el conflicto, modulado por el derecho, como prescribe la teoría. Con ello quiero decir que en la correlación de fuerzas, el tamaño sí importa. La finalidad, el propósito también. La acción contra la pobreza y, en general, el desafío a los mecanismos que al reducir la participación del trabajo fomentan la inequidad, requiere de sujetos activos, permanentes, capaces de construir y hacer cumplir sobre las necesidades medibles y subjetivas un entramado de derechos respetados por el Estado. Eso es vital para cambiar el rumbo. El empantanamiento de la pobreza está relacionado también con el cierre de los espacios al movimiento social y sus organizaciones, con el culto al individualismo como sustento de la democracia ciudadana. Fue la cancelación de los objetivos de justicia social que, mal que bien, inspiraron el arreglo constitucional, la que permitió sustituir al Estado por el mercado, con el pretexto de asegurar la modernización capitalista aun cuando ésta anulara el trabajo de la gente como fuente de productividad y riqueza, compensando, o tratando de atenuar, la desigualdad creciente con políticas de ayuda social que por sí mismas son ajenas a la necesidad de crecer y redistribuir el ingreso.

No son las políticas sociales las que han fracasado, como aprovechan para decir los santones del liberalismo de mercado, sino la incapacidad del régimen para integrar en una perspectiva sustentada en el bien común, esto es, en el propósito explícito de poner en máxima tensión las coordenadas de un proyecto de desarrollo nacional bajo las exigencias de la globalización .

Esas fuerzas son las mismas que se empeñan en hacer creer al país que el drama nacional proviene esencialmente de la ausencia de recursos para atender las necesidades en expansión de nuestra población, sin mencionar, ni siquiera de pasada, cómo es que –más allá de la sabiduría contable– podría erigirse una alternativa que no consista en rematar el patrimonio y los recursos nacionales, esto es, una idea que una en un discurso coherente la necesidad de ciertas reformas.

Lamentablemente, lo cierto es que entre los grupos dirigentes predominantes, el tema ya no es cómo renovar o dar nueva vida al proyecto histórico de México, sino cómo desmantelar esa herencia sin dictar el fin de la hegemonía política de los que ahora mandan. ¿Puede alguien imaginar cómo sería la relación de la alta burocracia con los dueños de las nuevas empresas petroleras asentadas en México, una vez modificada la Constitución? ¿Podría desarrollarse la democracia pluralista sin su previsible intervención? Es la hora de comenzar a dar las respuestas.

P.S. Para Raúl en la vuelta del Cometa. Abrazos. Fito