Opinión
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Reminiscencias...
E

n 1947 cuando entré a Mascarones, la población estudiantil era mixta, pero la planta magisterial apenas contaba con algunas profesoras en carreras incipientes como Letras Modernas, aunque en realidad sólo se impartía la literatura inglesa; lo hacían dos maestras vetustas, una muy agresiva, delgada y monjil, enseñaba historia de la lengua inglesa y se llamaba María de la Luz Grovas y la muy tímida Elsa Garza Larumbe, especialista en los austeros protestantes de las colonias inglesas, escritores anteriores a la independencia de su patria. Por ese entonces, 1948, se agregó a la lista de profesoras de letras inglesas Margarita Quijano quien regresaba de la Universidad de Nottingham y quien empezó a enseñar a los escritores ingleses, utilizando categorías freudianas para su análisis. Don Pedro Romero de Terreros, de ilustre estirpe, nos atemorizaba con su acento de alta clase, conocido como el upper stiff lip británico; se sentaba como emperador en el alto tapanco que separaba a las clases populares de los maestros egregios. Todas mis compañeras hablaban un inglés perfecto y yo entré a la Facultad con la esperanza de aprenderlo, como si en lugar de asistir a cursos de universidad asistiera a cursos de una academia de lenguas. Trabajábamos en una antología de las obras de Edgar Allan Poe; mi copia pronto se tornó ilegible, yo anotaba allí y con lápiz las palabras que desconocía, en realidad, casi todas, con excepción de las preposiciones y los artículos.

Para subsanar mi ignorancia me dediqué a seguir todas las carreras posibles, las de literatura española y mexicana impartidas por maestros antediluvianos aburridos y solemnes, por ejemplo el gran humorista y magnífico escritor don Julio Torri que impartía el curso de Literatura española medieval, utilizando para leer un libro antiguo –por ejemplo el Libro de Apolonio– unas gafas para mirar de cerca y de lejos, y sus ojos miopes, cuando se alzaban del libro en que leía, se topaban con los cuerpos esculturales de algunas muchachas que entraban expresamente tarde a clase para ponerlo nervioso y hacerlo tartamudear; tomé clases también con don Alfonso Reyes, muy ameno y ojo alegre; con don José González Montesinos quien año tras año enseñaba a François Villon y a Jorge Manrique o a Poe comparado con Baudelaire, su barriga protuberante destacaba, sus pantalones nunca estaban bien abrochados y nos miraba con desprecio desde lo alto de ese inolvidable tapanco y de sus ojos de sapo.

Justino Fernández impartía arte mexicano contemporáneo y luego fundó el Instituto de Investigaciones Estéticas donde hoy predominan las mujeres. Paco de la Maza enseñaba arte colonial mexicano, era un maestro maravilloso, nos llevaba todos los domingos, o casi todos, a pueblos cercanos para mostrarnos los edificios coloniales más destacados, los del siglo XVI, con sus bóvedas góticas, sus torre mudéjares, sus artesonados, sus capillas abiertas, sus frescos; los del XVII y el XVIII con sus portadas o interiores barrocos o churriguerescos. Don Carlos Lazo se preciaba de no haber nunca tenido una sola beca para viajar y conocer el mundo: era aristócrata y vigilaba que tomáramos al dictado sus lecciones de Historia General del Arte. Don Juan del Encina, profesor de Historia del Arte del Renacimiento, refugiado español como muchos otros maestros que impartían cursos en la Facultad, ya era anciano o así nos lo parecía: un verdadero sabio. José Gaos, ex rector de la Universidad de Madrid, había llegado también a México cuando cayó la República española; profesor de filosofía, formó a los más importantes filósofos mexicanos; es especial también el caso de Juliana González, alumna de Eduardo Nicol, otro ilustre transterrado, quien llegó a ser la primera directora de nuestra Facultad y miembro distinguida de la Junta de Gobierno. También enseñaban en la Facultad don Edmundo O’Gorman, brillantísimo, irónico, estupendo maestro, y seguidor de los cursos del doctor Gaos sobre Heidegger y Aristóteles.

Twitter: @margo_glantz