Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de agosto de 2013 Num: 962

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

De sueños, puertas
y bolas de cristal

Adriana Cortés Koloffon entrevista
con Cristina Fernández Cubas

Jaime Gil de Biedma: homosexualidad,
disidencia y poesía

Gerardo Bustamante Bermúdez

Manuel González
Serrano: misterio,
carnalidad y espíritu

Ingrid Suckaer

Un sueño de Strindberg
Estela Ruiz Milán

Un Ibsen desconocido
Víctor Grovas Hajj

Casandra, de Christa
Wolf, 30 años después

Esther Andradi

El río sin orillas: la fundación imaginaria
Cuauhtémoc Arista

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Ana García Bergua

Se habla español

Por los caminos de Google me encuentro con el blog de un crítico español en el que habla del libro de cuentos de una escritora mexicana. Se queja de una serie de palabras que emplea la escritora –localismos les dice–, porque le parecen excesivamente raras. Vamos, que aquello no se entiende. Si el editor hubiera puesto más cuidado en poner notas de pie de página como en las ediciones de Horacio Quiroga, por ejemplo, o mejor aún, avisar a la escritora para que cambiara las palabras incomprensibles, ahora tendría el éxito asegurado en España. Habría logrado cruzar la puerta de tantos lectores castizos que necesitan, ante todo, claridad. Localismos. Cada que leo algo así me siento como si viviera en Timbuctú (ya sé que es Tombuctú, pero yo lo aprendí así, con la i).

Me acuerdo de unos colegas españoles, en un encuentro de hace muchos, muchos años, que me hacían el favor de revisar con mucho cuidado una novela mía. Al final, el veredicto fue bueno: sí se entiende, me dijeron, sin ningún problema. Hombre, gracias, creí que no escribía en español. También recuerdo mi novela, ya publicada y una versión bastante corregida –para que se leyera aún con mayor claridad en la Madre Patria–, y siento cierta melancolía. Logro quitármela si evoco la anécdota que mi hija grande me contó sobre un jovencísimo escritor que llevaba a un taller de cuento una serie de textos salpicados de españolerías: joder, tío, macho, quítate las bragas, vamos a follar, etcétera. Sus compañeros de taller le preguntaron por qué hacía eso y él respondió que estaba tratando de imitar el estilo de Charles Bukowski (en versión Anagrama, faltaba más).

Luego pienso en la cantidad de traducciones que nos soplamos –perdón por el localismo–, llenas de joder, tío, macho, vamos a follar. No se me había ocurrido que uno podría pedir traducción o notas de pie de página: de ahora en adelante, no dejaré de hacerlo. “Joder, tío”: expresión castiza que significa “órale, cabrón” o“no mames, güey” (disculpen lo grosero, es la cosa autóctona).

Por eso, dicen, Rulfo no tiene tanto éxito por allá. Me pregunto cómo habrán hecho con García Márquez.

Me acuerdo de que hace no mucho tiempo probé mandarle mis libros a un agente alemán, con la ilusión de tener mucho éxito allende el charco. Y también, lo confieso, porque tenerlo sonaba como novela de Graham Greene. Los leyó muy amablemente (eso de verdad se lo agradezco mucho) y luego me dijo que una de las novelas le interesaba, pero tendríamos que volverla a trabajar para que se adaptara al gusto del público alemán. Me quedé pensando que adaptar algo al gusto del público alemán era algo rarísimo –quizá a los alemanes les propondrán adaptar sus libros al gusto de los guatemaltecos– y le dije que mejor no, muchas gracias. El problema de ser poco universal.

Pero me sigo preguntando cómo hubiera sido mi novela adaptada para la sensibilidad del público alemán: ¿mis personajes comerían strudel? O dirían joder, tío, vamos a follar, pero en alemán. Yo no sé, pero a este paso, de tanta adaptación me temo que todos terminaríamos escribiendo el mismo libro.

Todo esto porque, hace unas semanas, leyendo los textos de un joven escritor del norte nos encontramos con la palabra “mundo”. En el norte, nos explicaba, el mundo no es sólo (¡sólo!) el mundo: también se llama así a las plantas rodadoras que van por el desierto, ésas que los de otros lares sólo hemos visto en la caricaturas y que en cada pueblo de la Tierra, por lo visto, tienen un nombre diferente. Como tantísimas otras cosas, por otra parte. Discutíamos en grupo si se entendería y si valía la pena poner esa palabra u otra más específica para que los fuereños entendiéramos. El joven escritor insistía en que si nosotros nos esforzamos por entender de qué hablan los gringos, los franceses o los españoles (o los alemanes) cuando los publican aquí, ellos también podrían hacer un pequeño esfuerzo e investigar qué queremos decir con nuestras palabras.

La verdad, la verdad, luego de pensarlo muchos días he llegado a la conclusión de que resulta maravilloso que el mundo sea una cosa que rueda por el desierto, ¿para qué cambiarlo por “chamizo, planta rodadora, aulaga o bruja”, como indica la Wikipedia?Como dice el joven escritor, el juego con los significados es lo más bonito de todo. Tenía mis dudas, hasta que, rodando como mundo en el desierto de internet,me topé con ese blog, con sus recetas antilocalismos. Pon mundos, Rafa, déjalos que se hagan bolas.