Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de agosto de 2013 Num: 964

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos estampas
Gustavo Ogarrio

Candados del amor
Vilma Fuentes

El gozo del Arcipreste
Leandro Arellano

El Rayo de La Villaloa
J. I. Barraza Verduzco

Mutis, el maestro
Mario Rey

Los trabajos de
Álvaro Mutis

Jorge Bustamante García

Mutis y Maqroll
Ricardo Bada

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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Ana García Bergua

Mínimo, mínimo

Voy a buscar a mi marido al aeropuerto, acompañada de mi hija menor. Me meto al estacionamiento redondo que está junto a la Terminal 1. No hay lugar. Damos vueltas hasta que, de repente, vemos que un auto va a salir. Me detengo. Veo que no saldrá si no me quito. Me echo un poco para atrás, sin ver. Escucho el claxonazo. Chin, ya le pegué a alguien. Me bajo, regañándome a mí misma y veo que tengo, adherido a mi auto, uno del mismo color que el mío, pero más viejo y golpeado por todas partes. Su tripulante, un hombre más o menos joven, me dice: no muevo el coche para que vea que sí me pegó. De todos modos se quita, el hombre que se iba se va, y estaciono mi coche en su lugar. Bajo y miro mi estropicio: un rayón en una esquina del auto ajeno, un ligero hundimiento en medio de muchos rayones y hundimientos previos. Le ofrezco disculpas y le propongo que llamemos al seguro. El hombre me dice que sí, que podríamos llamar, yo a mi seguro, él al suyo, pero que tardaría mucho y perderíamos la mañana. ¿Y qué me propone?, le pregunto. Pues mire, me dice, observando con ojo de lince su auto y sobando los rayones, este golpe hay que sacarlo, despintar, volver a pintar; no sale barato. Trato de decir algo, pero él me quita la palabra como si estuviera vendiendo jabón al mayoreo. Mínimo, mínimo, un trancazo así nos sale en mil pesos. Yo no traigo mil pesos; le insisto en que mejor el seguro. Ahora que si le pedimos al mecánico que saque el golpe y no lo pinte, sino que pula el rayón para que se disimule, podría quedar en quinientos pesos. Pero no traigo quinientos pesos, señor, tendría que ir al cajero. Ahora que –continúa– si ya le bajamos a lo mínimo que me podrían cobrar por un rayón así, mínimo, mínimo, pues trescientos pesos. No sé qué pensar. Saco mi cartera, le muestro que tengo ciento cincuenta pesos, más unas monedas con las que completaría doscientos. Ándele, démelos y ahí lo dejamos. Le pago y le vuelvo a ofrecer una disculpa por mi distracción: qué pena, le digo. Él me responde, con mirada acusadora: más pena le hubiera dado si no hubiera tenido con qué pagarme.

¿Es una amenaza o lo primero que se le ocurrió? Como amenaza es un poco absurda –estamos en un estacionamiento lleno de coches y vigilantes–, y como razonamiento económico también. A veces pienso que en este país confundimos el aplomo con la inteligencia. Cualquiera nos puede decir una perfecta cosa sin sentido, pero si la dice con mucho convencimiento, hasta nos sentimos más culpables.

Mi hija me dice: mejor no le contamos a papá. Cuando llega su papá lo primero que suelta es: mamá acaba de chocar. Así son los hijos. Le cuento a mi esposo lo ocurrido. Se me queda mirando. Creo que te acaban de asaltar, me dice. Sería una modalidad de asalto rarísima: andar con un coche abollado repegándolo a los de todas las señoras que se echan para atrás sin ver y luego cobrarles los golpes. Una especie de masoquismo productivo.

Luego pienso que, en realidad, es un problema de dignidad ofendida. Tanto rebajar el precio del golpe hasta dar con lo que traigo en la cartera, no ha de haber sido fácil para el hombre. Menos aún me va a aceptar la disculpa. Me doy cuenta un par de días después, cuando camino por la bonita calle de la Higuera. La acera es muy estrecha y a unos pocos metros de mí se bambolea un hombre en exquisito estado de ebriedad, con una paleta helada de limón en la mano. Opino que en estos casos lo mejor es cruzar la calle y dejarlo mecerse a gusto en el aire. Pero el hombre se ofende. ¿Cómo puede ser que lo eluda? Debería pasar a su lado y dejarle untarme la paleta. Se pone a gritarme unos insultos irrepetibles, mientras el guardia del correo nada más mira la escena. ¿Qué hace una en esos casos? Pues escapar, pero me concederán que es una indignidad. Está usted borracho, es todo lo que alcanzo a decir. Si el hombre saliera de la borrachera y se disculpara, ¿se lo aceptaría? No; le cobraría lo que trajera encima.

Es el problema de convivir o, más generalmente, de salir a la calle. La realidad es difícil. Decía Jorge Ibargüengoitia en una de sus crónicas que se llama Vamos respetándonos: “Hace poco, y muy a mi pesar, tuve que intervenir en el caso de un vecino paracaidista que estaba matando un perro a palos.

‘’–Mire amigo –le expliqué– está usted viviendo entre gente decente. Esto quiere decir que tiene usted derecho a matar a su mujer, a su hijo y a su perro, siempre y cuando los vecinos no oigamos nada.’”

Así quisiera uno vivir.