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Dudoso, que Putin apoye a Obama en Siria
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ace no muchos años, un presidente ruso tuvo una reunión a altas horas de la noche con su representante especial y le pidió volar de inmediato para reunirse con un dictador árabe y transmitirle una advertencia importante sobre un inminente ataque estadunidense. El mensaje añadía que si el autócrata árabe renunciaba voluntariamente al cargo de presidente y permitía elecciones democráticas, podría permanecer en su país y conservar su puesto en su partido. El dictador era Saddam Hussein, la fecha era febrero de 2003 y el enviado presidencial era Yevgeny Primakov.

Y el presidente era Vladimir Putin. Tal vez esta pequeña historia estaba en el expediente de Barack Obama en San Petersburgo. Primakov mismo, quien fue jefe del servicio de inteligencia exterior, así como ministro del exterior y primer ministro, reveló aquella iniciativa secreta de Putin en su libro Rusia y los árabes, por desgracia poco leído (al menos en Occidente), el cual contiene muchos relatos con lecciones para líderes árabes –y para sus arrogantes pares occidentales– acerca de los tratos de Moscú con Medio Oriente, de los cuales muchos son de Putin.

El presidente ruso había dado instrucciones a Primakov de entregar su advertencia directa y exclusivamente a Saddam, no a su ministro del Exterior, Tariq Aziz. Quería que la propuesta se presentara a Hussein en la forma más dramática posible. De hecho, dijo Putin, podría ser la última oportunidad de evitar un ataque estadunidense.

El dictador iraquí respondió con una cascada de acusaciones contra Rusia: que una vez más trataba de engañarlo, como hizo cuando le dijo que si retiraba sus tropas de Kuwait en 1990 Estados Unidos no atacaría a Irak. Primakov le contestó que aquella vez tardó demasiado en ordenar la retirada. Saddam no contestó; dio un golpecito en el hombro a Primakov y salió del salón. Tariq Aziz dijo entonces algo en voz lo bastante alta para que el dictador escuchara: de aquí a diez años veremos quién tuvo la razón: nuestro amado presidente o Primakov. Bueno, de eso sí sabemos la respuesta.

Tal vez a Obama le gustaría que Putin enviara a su ministro actual del Exterior, Sergei Lavrov, a Damasco con un mensaje semejante para Bashar Assad. Después de todo, la razón que tuvo Putin para decir a Saddam que podía mantener su papel en el partido fue evitar inestabilidad después de la caída de su régimen en Irak. El problema en Siria es que la inestabilidad comenzó en 2011, y de entonces a la fecha ha dado lugar a una de las guerras civiles más terribles en la región.

Pero Putin no carece de un ángulo progresista. Después de todo, fue él quien habló de construir instalaciones de enriquecimiento de uranio en territorio de potencias nucleares reconocidas, para proveer a naciones que cuentan con instalaciones nucleares pero no quieren armas nucleares; ésa fue una de sus iniciativas en relación con la crisis iraní (la cual algo tiene que ver con el propuesto ataque estadunidense a Siria).

Hay otro ángulo de Putin. En El Cairo, varios políticos egipcios lo llaman al thaaleb –el zorro–, y uno casi puede verlo en la nieve, con cola esponjada e hirsutos bigotes, mientras sus ojos se cierran y lanzan una mirada levemente amenazadora. No mantiene tratos con políticos musulmanes que no le inspiran confianza. Remplazó a un dictador en Chechenia con otro peor, y no vaciló en dejar que el despiadado Mohammed Najibullah se hiciera del poder en Afganistán cuando el ejército ruso partió. ¿Por qué Occidente apoya a rebeldes que se comen a sus enemigos?, preguntó hace poco. Se refería al repugnante video de un combatiente islamita que al parecer devoraba el hígado de un soldado sirio ejecutado.

Pero jamás ha tenido escrúpulos para recurrir él mismo a la violencia extrema. La escandalosa conducta de su ejército en Chechenia ha tenido poca diferencia con la de los hombres de Saddam al suprimir a los rebeldes iraquíes en 1991, o la del régimen de Siria contra sus rebeldes. ¿Y acaso no fueron los rusos quienes usaron, hace no mucho tiempo, su propia forma de gas para abrirse paso en un teatro de Moscú que estaba en poder de rebeldes chechenos? Si el régimen sirio usó gas sarín el mes pasado –y Putin dice no haber visto evidencia convincente–, ¿en verdad le preocuparía al presidente ruso?

Resulta extraño que las cadenas de televisión en Occidente hayan caído en una cantilena sobre San Petersburgo, preguntando a Obama si puede reducir la distancia que lo separa de Putin. No estoy seguro de que Putin quiera reducir tal distancia. Sabe que las líneas rojas, las opciones sobre la mesa y todos los demás obamismos que están precipitando a los estadunidenses a una guerra más contra los árabes le han dado una carta poderosa. Sabe que la guerra en Siria tiene que ver con Irán. Y fue perfectamente capaz de recibir en Moscú al repugnante ex presidente iraní Mahmud Ajmadineyad. La figura encorvada de Putin al lado de Obama en la cumbre de Fermanagh nos dijo mucho acerca de sus sentimientos hacia el verdugo en jefe de Estados Unidos. Después de todo, él adoptó el mismo papel en Chechenia.

Al mirar al sur desde el Kremlin, Putin puede contemplar a Chechenia en el horizonte y, apenas mil 300 kilómetros más allá, la propia Siria, donde Assad combate a rebeldes, algunos de ellos chechenos. Desde luego, puede hacer la observación de que Obama planea combatir en el mismo bando que Al Qaeda, lo cual es del todo cierto. Pero ¿de veras va a alinearse detrás de la más reciente cruzada estadunidense? Más bien sospecho –puesto que se ha convertido en experto en combatir el terror islámico – que va a dejar esperando a Obama.

Sin duda preguntará qué se logrará con los 60 días de ataque limitado permitidos a Estados Unidos. ¿Y qué ocurrirá si pasado ese tiempo Assad sigue aún en Damasco y se usa gas otra vez?

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya