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Ver día anteriorDomingo 8 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tratados, derechos humanos y Constitución
¿P

uede darse una contradicción entre tratados internacionales sobre derechos humanos y la Constitución? La contradicción en lógica jurídica supone una contraposición excluyente e irreconciliable: o es A o es B y no puede haber composición posible. Claro que puede darse una contradicción entre ambos instrumentos del derecho, cuando en ambos se plantean tesis que se excluyen por su propia naturaleza. Pero el destino de los tratados internacionales no es de por sí contraponerse al orden constitucional interno, sino complementarse con éste para lograr su cambio y su adecuación a los consensos internacionales sobre derechos humanos.

En días recientes se dio un debate que, al parecer, ya está concluido, entre los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre este tema. El punto de partida de los ministros fue que podía darse una contradicción entre los tratados y la Constitución, y la idea que finalmente se impuso fue que, en ese caso, la Constitución debe prevalecer sobre los tratados. Fue un punto de partida arbitrario y la conclusión es lamentable.

Que en ciertos puntos puedan diferir los tratados y la Carta Magna es entendible y natural. Pero los tratados no fueron concebidos, desde su origen, como posiciones que debían sobreponerse a los órdenes constitucionales de cada país, sino como consensos entre naciones que buscaban la adecuación de los textos constitucionales particulares a esos consensos. En derechos humanos el principio rector es siempre la defensa y la preservación de la persona humana, tomada individualmente o en su asociación con otras. Dicho de modo diferente, no buscan derogar las constituciones, sino su reforma y adecuación a los acuerdos que en esa materia se van logrando.

La tesis definitoria no debería plantearse como una contradicción, sino como una complementación entre ambos instrumentos jurídicos. Los tratados fueron concebidos para ayudar a mejorar los órdenes constitucionales internos en materia de derechos humanos. En todo caso, podría hablarse de una contrariedad, con opuestos que pueden componerse, no de una contradicción cuyos opuestos se excluyen por su propia naturaleza de modo radical.

Nuestra Constitución ha sido mejorada a la luz de ese consenso internacional que se ha logrado en materia de derechos humanos. La reforma del artículo primero de 2011 es el último y más preclaro ejemplo de ello. No se llevó a cabo con el espíritu de contraponer ambos instrumentos, sino con el afán de complementarlos y hacerlos coherentes entre sí. Sigue habiendo, desde luego, contrariedades entre ambos y muchas veces ni siquiera son entre la Carta Magna y los tratados, sino entre éstos y ciertas leyes, como ocurre con la polémica y anticonstitucional legislación sobre el arraigo.

En todo caso, es necesario concluir y ponerse de acuerdo en que la relación entre los tratados y la Constitución encierra, naturalmente, no una contradicción sino una complementariedad ineliminable que hace funcional esa misma relación. Por ello, más que pensar en hacer prevalecer uno de los contrarios, se debe buscar el nexo de jerarquía que los pone en contacto. Los tratados se conciben para que las constituciones mejoren y se adecuen a aquellos consensos internacionales que se logran en cuanto a los derechos humanos.

Hay, por lo tanto, una relación de jerarquía en el tiempo: los tratados vienen después de las constituciones y son, por lo mismo, garantías más amplias que deben ser tomadas en cuenta para reformar y adecuar a las segundas. La condición ineludible es que esos tratados sean signados por el gobierno de México y consentidos por el Senado. De otra manera no hay esa relación jerárquica. Y, como puede verse, no hay contradicción ninguna. Si no se aceptan los tratados, el problema es inexistente. Si se aceptan, hay una relación jerárquica que culmina con las adecuaciones de la Carta Magna.

Los tratados no se inventaron para que los juristas se entretuvieran o para atormentar a los jueces. Tienen la función de optimizar la justicia en los órdenes internacional e interno. Jamás se ha pensado en ellos como obstructores de la justicia ni tampoco como usurpadores del orden jurídico interno de los diferentes países. Se les procesa y se les elabora para coadyuvar a la justicia en el mundo y proponen metas a alcanzar en esa materia en cada uno de los órdenes internos. Si se les acepta, entonces deben prevalecer, pero no anulando la Constitución, sino, justamente, complementándola y reformándola.

Es lógica la hipótesis de que la Constitución pueda ser mejor, a la vista de un juez, con relación a los tratados. El deber del juez no es declararse sobre qué instrumento debe prevalecer con exclusión del otro, sino aplicar aquel que sirva mejor al más importante principio del derecho internacional y nacional de los derechos humanos: el principio pro persona. Este principio resume en sí la fuente del deber del juzgador. Eso, por supuesto, admitiendo, sin conceder, que la Constitución pudiera estar más adelantada en esa perspectiva que los tratados. Parece ser que fue en ese sentido que acabó definiéndose la Corte, pero sosteniendo, inconsecuentemente, el principio de la prevalencia de la Carta Magna.

Aceptar la preeminencia de la Constitución sobre los tratados vuelve ridículo e inútil que éstos sean suscritos por un gobierno. Si se aceptan es porque se acepta también que son necesarios para mejorar nuestro sistema de impartición de justicia, nuestra Constitución y nuestras leyes y no simples adornos de nuestra representación diplomática. Tampoco es admisible que a los tratados se les ponga a un lado de nuestro orden constitucional interno y, en esa condición, en el fondo no sepamos para qué diablos pueden servir. Hace pocos años, la Suprema Corte decidió, por la vía jurisprudencial, que los tratados y la Constitución están en una relación de complementariedad necesaria y que, por tanto, forman parte igual de nuestro sistema jurídico de justicia, por encima de las leyes secundarias.

La Carta Magna y los tratados deben estar siempre a tono, aun cuando haya contrariedades entre ellos, vale decir, aun cuando expresen conceptos diferentes. La hipótesis de derecho constitucional internacional es que esa diferencia debe desaparecer y, para ello, sólo existe un camino: adecuar la Constitución a lo que dictan los tratados sobre derechos humanos o, de plano, no signar esos tratados. Una vez firmados y aceptados no hay ni puede haber excepciones o contradicciones: la Carta Magna debe ser modificada para acoger las propuestas de los tratados.

Quien piense que con ello se produce un demérito para la Constitución, simplemente, está equivocado. Si se tiene en mente la majestad de los derechos humanos, lejos de ser demeritada o sobajada, la Carta Magna se dignifica y se pone al gran nivel de la defensa de la persona humana y entra en el concierto internacional de la civilización del derecho.