Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de septiembre de 2013 Num: 966

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El llamado
Arturo Echavarría

El mejor verso de
San Juan de la Cruz

Luce López-Baralt

El huracán mítico
de Palés Matos

Mercedes López-Baralt

Devórame otra vez
Juan Otero Garabís

Querida abuela
Hjalmar Flax

En una calle del
Viejo San Juan

José Luis Vega

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Columnas:
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En una calle del
Viejo San Juan

José Luis Vega

Hay, en el Viejo San Juan de Puerto Rico, una calle, la San Justo, y otra en Lisboa, la Rua do Alecrim, que comienzan en el cielo, caen en picada hacia la bahía una, hacia el estuario del Tajo la otra y, partiendo en dos las ciudades respectivas, ascienden al cielo otra vez. Es un fenómeno de perspectiva que un plano que se inclina de cerro a costa favorece. La calle San Justo me obsesionó desde mi juventud con un mensaje cifrado que tardé muchos años en comprender. A la otra, la de Alecrim, la descubrí como una epifanía durante mi primera visita a Lisboa, tal como la había imaginado cuando leí La muerte de Ricardo Reis, de Saramago. Cada una de esas calles, al menos para mí, tiene a su poeta, la San Justo a Luis Palés Matos que la recorre rumbo a la Mallorquina figurando a su Filí-Melé; la de Alecrim, a Pessoa que, a lomos de tranvía, tal vez rumbo a Los Doradores, piensa en su Ofelia. Como si cada cual fuera el heterónimo del otro.

Esta visión sincrónica que un día fundió en mí dos ciudades, dos poetas, dos lenguas lejanas y distantes, es una experiencia cardinal que intenté expresar en un poema titulado “San Juan, Lisboa, 1935”. Llamo experiencia cardinal a las vivencias hondas y súbitas que generan las ideas poéticas que nos ayudan, no sólo a escribir, sino a vivir. Mucho tardé en comprender que esas calles que van de cielo a cielo son un anhelo de totalidad. Su vislumbre abre puertas al misterio, a un origen perdido o deseado, a lo que siempre está más allá de la realidad y las palabras.

Pero esas calles también conducen inevitablemente al pensamiento de la muerte, que es, al fin y al cabo, de lo que trata la poesía. Esta función, digamos elegíaca de la poesía lírica, es otra experiencia cardinal que no comprendí del todo hasta que hace unos días en un vuelo que me llevaba de Panamá a Perú me topé con unas palabras de Mark Strand en un libro que al azar había echado en la mochila para mitigar la monotonía de los aviones. Traduzco del inglés:

… la muerte es la preocupación central de la poesía lírica. La poesía lírica nos recuerda que vivimos en el tiempo. Nos dice que somos mortales. Celebra o reconoce estados de ánimo, ideas, acontecimientos sólo en la medida en que éstos existen como cosas que pasan. Pues, ¿qué significado podría tener algo fuera del tiempo? Aun cuando la poesía celebra algo gozoso, anuncia que ese gozo particular ya terminó. Es un largo memorial, un responso a cada momento discreto sobre la tierra. Pero su poder está en relación con lo que celebra. Pues no es sólo que lamentemos el paso del tiempo, sino que estamos de alguna manera aislados del peso del tiempo, y cuando leemos poemas, durante esos breves momentos de absorción, el pensamiento de la muerte parece indoloro, hasta hermoso.

Recuerdo haber leído conceptos semejantes en las meditaciones del Juan de Mairena machadiano, por ejemplo: “El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.” Pero las ideas sólo calan e iluminan cuando las necesitamos para comprender nuestra propia experiencia o intuición. Esto ocurrió a 30 mil pies de altura, cuando las palabras del poeta canadiense, como un fogonazo, me permitieron comprender el sentido de la creciente presencia de la muerte en mi poesía.

La muerte es una presencia incómoda cuando se introduce en nuestros poemas como una inminencia no deseada aún; cuando se interpone al habla celebratoria del cuerpo y del eros. Pero allí estaba por sus propios fueros instalada en mis versos junto a otras vivencias cardinales donde las calles, los poetas, las ciudades, el espacio interior y las magnitudes cósmicas, la poesía misma, conformaban un conjunto en apariencia heterogéneo que demandaba un título redentor. Y así vino en mi auxilio, del fondo del idioma, la palabra “sínsoras”, voz puertorriqueña y pueblerina, esdrújula sonora, que el diccionario define como “lugar lejano”.

Ahora comprendo con cierta claridad y consuelo que las calles que van de cielo a cielo conducen, sin remedio, a las sínsoras del misterio, del cosmos, de la poesía y, por qué no, de la muerte. Un poema homónimo del libro, el último del conjunto que escribí, intenta recoger estas vivencias. Acontece en otra calle hermosa del Viejo San Juan, paralela a la San Justo y la Rua do Alecrim:

Sínsoras

Cuando muera, iré a la calle de la Cruz.
Bastará este deseo de viandante
y la eficacia del atardecer.
Iré a esa calle que de cielo a cielo
parte en dos la ciudad.
Sabré la cifra de sus adoquines
y por qué su inclinada geografía
me devuelve a Lisboa, a Éfeso,
a cierta esquina de Valparaíso
o a otros puertos translúcidos, sin nombre.
Bajo un paraguas, que nadie me verá,
descenderé silbando hasta la Dársena
donde fondea un barcaza oscura.
En las aguas pesadas y oleosas
habrá restos flotando a duras penas
y unos ojos exactos de aguaviva.
Será la hora de soltar amarras.
A dónde iré cuando la noche caiga,
eso ya no lo sé