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Allende: 40 años
C

on dos días de anticipación, decenas de miles de chilenos conmemoraron ayer los 40 años del golpe militar que acabó con la vida del presidente Salvador Allende y de miles de sus compatriotas, trastocó la vida institucional de su país, lo hundió en una prolongada noche de terror y represión y abrió paso a la imposición pionera del modelo económico neoliberal que años después, con la revolución conservadora encabezada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, habría de extenderse por la mayor parte del mundo.

El cuartelazo que encabezó Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973, y que comenzó con el bombardeo del palacio presidencial de La Moneda, en Santiago, marcó también el inicio de un ciclo de dictaduras militares que durante el resto de esa década y parte de la siguiente se abatió, con la activa colaboración del gobierno de Estados Unidos, sobre la mayor parte de Sudamérica, y que derivó en un proyecto represivo de alcance continental, como lo evidencia la existencia del llamado Plan Cóndor, aparato de fichaje, persecución y exterminio de disidentes que actuaba a través de las fronteras de los países de la región, todo ello justificado por Washington y sus operadores locales como parte de la guerra fría que enfrentaba, por entonces, a Estados Unidos y a la Unión Soviética.

Sin embargo, la barbarie instaurada en Chile no fue primordialmente causada por un afán de combatir al comunismo, como alegaron Pinochet y su promotor en Washington, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger, sino por el designio de restaurar y ampliar los privilegios de trasnacionales estadunidenses –la ITT, en primer lugar, afectada por la nacionalización del cobre que llevó a cabo el gobierno de Allende– y de establecer escenarios de negocio propicios para otros corporativos trasnacionales. Ese mismo modelo fue repetido años más tarde en otras naciones –México incluido– sin necesidad de recurrir a golpes militares y por medio de políticos civiles como Carlos Salinas, Carlos Menem y Alberto Fujimori.

La gesta del gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) y su cruenta interrupción conservan plena actualidad. El pinochetismo resulta hoy ética y políticamente repugnante y es sínónimo de barbarie en prácticamente todo el mundo, pero el proyecto económico de la dictadura –formulado, entre otros, por el grupo académico conocido como Escuela de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza– se mantiene vigente en buena parte del planeta y es presentado todavía como la única estrategia económica posible por los organismos financieros internacionales, la Unión Europea y el gobierno de Estados Unidos.

Sin embargo, desde la década pasada diversos gobiernos de América Latina han emprendido, en muy diversos grados y tonos, el deslinde de ese modelo y han buscado restaurar en la conducción financiera principios de mínima sensatez y humanidad, como que la economía debe estar al servicio de la población, y no al revés. En tanto, en Chile, México, Colombia y otros países cuyos gobiernos siguen adheridos al dogma neoliberal, se multiplican los movimientos sociales y políticos de resistencia a esa política económica que conlleva procesos de concentración de la riqueza en unas cuantas manos, empobrecimiento sostenido de las mayorías, destrucción del tejido social y pérdida de la soberanía nacional.

Finalmente, a cuatro décadas de distancia se ha acrecentado el valor simbólico de las dos figuras principales en la jornada de aquel 11 de septiembre: Salvador Allende constituye un ejemplo luminoso de voluntad de transformación social y económica por medio de las vías pacíficas y democráticas, en tanto Augusto Pinochet es sinónimo universal de traición, corrupción, exterminio y supresión de la pluralidad política. La historia, en suma, ha puesto a cada cual en su lugar.