Opinión
Ver día anteriorLunes 9 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El perro loco del Periférico
C

omo otras leyendas urbanas, esta posee un principio de verdad. Todos lo vimos alguna vez. Si alguien lo mencionaba, los demás teníamos información que agregar, que es como nacen los rumores y los mitos. Ese perro atrapado en el camellón central del Anillo Periférico tratando de regresar a las calles y banquetas normales contra un incesante y veloz (qué tiempos aquellos) río de autos sin la menor intención o posibilidad de frenar si se les atravesaba un perro en el carril de 90 (¿o eran 60 kilómetros por hora?). Dependiendo de cuánto tiempo llevaba en el brete, el perro podía estar intranquilo o sumiso, o bien exorbitado, muerto de sed y de miedo, a punto de sucumbir a sus instintos desconchinflados.

Qué imprudencia lo colocó ahí no era difícil de adivinar. Si algo caracteriza a los perros es cuán predecibles son. Dotados de una curiosidad ilimitada, universal, casi nietzscheana, hay olores que no pueden resistir: a comida (la que sea, son asquerosamente omnívoros como los humanos), a orina de otro perro, y en los machos, de manera avasallante, el olor a hembra en celo.

Sin embargo, a pesar de las racionalizaciones para su comportamiento, en la memoria platicada, inventada, reconstruida de oídas, se convertía en una creatura fantasmal, acaso un espejismo, el retorno de un mal sueño, un pretexto para cruzar apuestas. El perro loco del Periférico, callejero de preferencia (mestizo en la jerga veterinaria), pertenece a una ciudad donde los vehículos todavía se movían, ¡hasta los de pasajeros! No existían, ni falta que hicieran, segundos y terceros pisos para evadir la chusma humeante, y si un perro cruzaba los tres carriles de la modernizadora y flamante vía periférica que en los años 60 abrazó la orgullosa ciudad, estaba jugando con su vida y sus oportunidades de retornar eran escasas, si alguna.

Unos lo vieron arañando el concreto de los puentes o intentando brincar la cerca de alambre (que de lograrlo hubiera resultado igual o peor). Otros, tanteando el aire, midiendo cuándo acometer los tres carriles de un tirón sin que viniera un carro. Otros lo vieron recorriendo de norte a sur o viceversa, a pata de perro y sin futuro, la estrecha banqueta de la valla interminable, casi infinita, sitiado entre los autos que van y los que vienen. Pero nadie lo vio yacer exhausto, nadie admitía haberlo atropellado, nadie pasó por encima de su fiambre. Nadie, en fin, lo vio muerto. Bien que todos vislumbraron la muerte en sus ojos, la inminencia de lo que en términos humanos llamaríamos suicidio. Que en términos caninos no lo es. Un perro no diría adiós mundo cruel, y bolas. No, son seres esperanzados hasta el fin, por eso es fácil engañarlos. En la borrachera de sus sentidos desquiciados, creía que lograría cruzar, que de esa manera salvaría su vida.

En el hipotético caso de que algún automovilista hubiera frenado en seco en beneficio del desdichado, existiría registro de carambolas espectaculares y eso en aquella ciudad que ya no existe, en esos años felices no sucedía y punto, fuera de la imaginación enfermiza de los enemigos de la patria, pagados seguramente por el oro de Moscú, incapaces de admitir que en México no había carambolas ni percances parecidos. No en el Periférico.

Ya entonces era arcaica la frase clásica cuando los perros se amarraban con longaniza, pero aún así ay, qué tiempos, señor don Simón (renovado atavismo cinematográfico que rimaba con porfirismo). Jauja del desarrollo estabilizador. El gobierno de López Mateos nos había conseguido las Olimpiadas, y los tacos al pastor no eran todavía de carne de perro adobado, y de rata menos.

En los días que corren resulta inverosímil una historia así. Si un perro quiere ir y venir a través del Periférico, va y lo hace, y hasta se da maña para orinar cualquiera de las llantas participantes en los embotellamientos de nuestro cotidiano fin del mundo. Vamos, en la actualidad proliferan folclóricas nubes de vendedores ambulantes. En el Periférico contemporáneo es más fácil encontrar un hombre loco que un perro enloquecido.

La leyenda languidece. El espectro de la desesperación del animal no conmueve a nadie. Ha sido sustituida por otra figura más impactante, muy a tono con los tiempos, la leyenda urbana de los perros asesinos (de preferencia en jauría). Imitando al amo. Su escenario preferente son cerros y parques, y sus víctimas, pobres niños, ancianos marginalizados, parejitas descuidadas, gente así.

En los viejos tiempos, otra leyenda, y esa sí temible, era la del perro rabioso, despavorido por la colonia, mordiendo a quien se le cruzara. Y de ahí todos al Antirrábico, a recibir inyecciones en la panza 20 días consecutivos. El rabioso era un enemigo; el loco del periférico, un pobre diablo. Nunca tuvo pedigrí, ni collar. Era de nadie. El perro propio estaba propiamente vacunado y con correa, nunca quedaría atrapado en el carril de alta. Era ajeno a la locura.