Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de septiembre de 2013 Num: 968

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Intimidad
Raymond Carver

En una plaza de Tánger
Marco Antonio Campos

La otra mitad
de Placencia

Samuel Gómez Luna

Los rostros del
padre Placencia

Alfredo R. Placencia
a la luz de la poesía

Jorge Souza Jauffred

El indio y los Parra
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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Ana García Bergua

Lluvia en etapas

En junio la lluvia es una bendición; hidrata el alma, refresca nuestras vidas y los niños salen de vacaciones bañados de lluvia, juegan en la calle con el agua, acalorados y felices. La lluvia de junio es la lluvia de la sed saciada, de los campos verdes, lluvia de la alegría, la libertad y los sueños. Lluvia del impermeable recién estrenado, lluvia del descanso y el regocijo, lluvia para los que se enamoran, para los que se van de viaje, para los que se guarecen de repente en alguna cornisa, apretados entre carcajadas. La primaveral lluvia de junio es cinematográfica. Pienso, por ejemplo, en Singing in the Rain, de Stanley Donen, y en Gene Kelly bailando entre los charcos ante el desconcierto del policía. La lluvia es ahí un coro, una orquesta de chapoteos felices que lo acompaña en la dicha y el amor, una promesa. La lluvia de junio es como la de los mecanismos que usan para hacer esa lluvia de las películas, que es como un telón de flecos brillante detrás del cual no se moja nadie.

Lluvia de la melancolía es cuando llega julio y el agua sigue; en julio es la lluvia de las tardes de encierro, la lluvia del té vespertino, lluvia de los perros con gabardina y los vendedores de paraguas en los altos, lluvia que deja de ser fiesta para ser serena costumbre. En julio pareciera que la ciudad se ha apropiado de la lluvia; sabemos que los cerros brillan de color esmeralda bajo la bruma, pero pensamos en lluvia e inevitablemente aparecen los faroles, los paraguas, las luces de los automóviles borroneadas en la noche y la ropa que tarda en secarse. Y todos andamos mojados, pero contentos; con embotellamientos, pero contentos; sorteando charcos aquí o allá, pero serenos. Es cuando uno dice: ¿qué me puede hacer tantita lluvia? Y sale pertrechado con el rompevientos, las botas de hule, el capuchón, los papeles en una bolsa de plástico, la aceptación, la resignación: el tiempo pasa, los ciclos se cumplen, llegará el invierno y será peor, pero qué fantasía de civilidad el abrigo y el paraguas, nuestra citadina compostura incluso en el atestado Metrobús, poético bajo la lluvia al atardecer.

Lluvia agobiante cuando sigue en agosto, lluvia de las inundaciones, de los huracanes con nombre propio, lluvia de los desastres y los ahogados, de los gatos encerrados y los perros con las patas enlodadas. Lluvia de los retrasos, lluvia de los altos eternos y los semáforos que cambian de colores frente a los autos inmóviles, aullando lamentaciones con el claxon. Lluvia de las inundaciones y las revoluciones, la maldición de Tláloc a nuestra gran ciudad, el antiguo lago y los canales que se vierten y revierten sobre nuestras cabezas en venganza por haber desecado la cuenca, el águila emblemática, empapada y furiosa, picoteándonos con saña de goterones y granizos. Y ya no hay impermeable que valga, bota que cubra o capuchón que resguarde. La lluvia nos rodea y en los días de viento llueve de abajo hacia arriba y hacia los lados, nos persigue a cualquier remoto escondite; los autos pasan sobre los charcos enormes y bañan a los peatones.

Para septiembre hemos ya perdido un sinfín de paraguas, las nubes bajas han taladrado nuestro ánimo, nos hemos llenado de una tristeza pluvial, hemos buscado a dónde escapar y que no llueva, y que la nube no esté negra, y en todos los lugares a nuestro alcance llueve con persistencia digna de mejores causas, con la terquedad del amigo necio y borracho. Y en el cine están la lluvia y los truenos afuera de un castillo helado como tumba durante la noche, en cualquier película de terror: la lluvia que se deja caer como la desgracia encima de las vidas de los personajes. En medio del diluvio llegará Drácula y nos sacará la sangre; en medio de la tormenta aparecerá un extraño que nos aterrorizará hasta la locura. Lluvia de malos presagios, lluvia infinita. La lluvia feliz de junio se ha convertido en lluvia de desamparo, la ropa sigue mojada, quedaremos ateridos sin protección, expuestos a las gripas y las pulmonías. Y el miedo nos envejece, las conversaciones se vuelven coros de estornudos, gangoseos, hartazgo. Lluvia de septiembre de la que todos hablan pestes: que se acabe la lluvia, que se vaya. En septiembre pedimos tregua, nos preguntamos si permitirá el grito y los cohetes del día 16, si ocurrirá el Cordonazo de San Francisco, una entelequia de la que nadie habla: a San Francisco se lo llevó El Niño, con todo y cordón.

Y un buen día, cuando ya no lo esperamos, la lluvia se va.