Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de septiembre de 2013 Num: 968

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Intimidad
Raymond Carver

En una plaza de Tánger
Marco Antonio Campos

La otra mitad
de Placencia

Samuel Gómez Luna

Los rostros del
padre Placencia

Alfredo R. Placencia
a la luz de la poesía

Jorge Souza Jauffred

El indio y los Parra
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
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Artes Visuales
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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La otra mitad de Placencia

Samuel Gómez Luna

Josefina Cortés es el nombre de la mujer que dio un hijo al poeta y que compartió con él una historia de amor, exilios y solidaridad. Samuel Gómez Luna, bisnieto de ambos, evoca la imagen femenina.

Las mejores historias se cuentan al calor del fuego. Ya sea en las fogatas de los campamentos o en la cálida seguridad de la cocina, donde se pican los recuerdos, se aderezan las emociones y el ambiente se impregna de memorable paciencia. Pensar entonces en los alimentos prodigados por las manos de la abuela me lleva a recordar a mi bisabuela, Josefina Cortés, mi Choche, quien hizo de la cocina su reino y donde, entre grandes cazuelas y vastos platillos, desmenuzaba uno a uno sus recuerdos, ante nosotros.

Nació despidiendo el siglo, en 1899, en Tonalá, Jalisco. Fue la primogénita del matrimonio formado por Pío Cortés y Mariana Carrasco, familia de tradición tonalteca, y contrastaba con la población por lo rubio de sus cabellos y la profundidad de sus ojos verdes. Su infancia transcurrió como debió de ser: con las carencias necesarias para afianzar su fe y la abundancia suficiente para comprobar que hay un Dios misericordioso.

En 1918, el bardo Alfredo R. Placencia llegó a Tonalá, como uno más de sus destinos en el ministerio religioso. En el pueblo alfarero –entonces a 10 kilómetros de Guadalajara– fue recibido de buena manera, al grado que a los pocos meses de su afincamiento, la comunidad le prodigó una velada musical para conmemorar su onomástico. Ella tenía menos de veinte años y los ojos verdes; él, más de cuarenta y la poesía en el corazón. Y como dijo mi ancestro: “Los misterios del llanto son los mismos que los solemnes del amor.” En 1920, el 12 de octubre, nacería su hijo Jaime Cortés, a quien siempre reconoció y a quien defendió hasta las últimas consecuencias.

La familia ya estaba completa; sin embargo, cosa natural, había que guardar las apariencias. El señor Pío Cortés y su esposa Mariana aparecerían, ante la sociedad, como los padres biológicos de Jaime. Y Josefina y don Alfredo, en su calidad de cura, como sus padrinos.

Ella, mi Choche, mujer de espíritu inquebrantable, rompió con los paradigmas de su época. En los destierros que tuvo que afrontar Alfredo, fue más que un punto de apoyo; fue quien mejor entendió la realidad y demostró su talento y creatividad. Cuando estuvieron en Estados Unidos, por ejemplo, logró reunir el dinero necesario para comprar en abonos una casa en San Pedro Tlaquepaque con la venta de chocolate artesanal que ella misma elaboraba y entregaba en un Ford que prestaba generosamente uno de los parroquianos de don Alfredo.

A tal grado llegó el éxito del chocolate de mi Choche que, además de adquirir aquella casona, su fama llegó a oídos de un restaurantero que le ofreció trabajo y un nada despreciable sueldo. Sin embargo, la familia tuvo que regresar a suelo mexicano. El padre Placencia, a su vez, logró juntar el dinero suficiente para pagar la edición de sus libros en España.

La casa está ubicada en la calle Progreso 178, en San Pedro Tlaquepaque. Una placa recuerda: “Esta casa fue habitada por el Sr. Presbítero Dn. Alfredo R. Placencia. Escritor y poeta de gran celebridad en las letras jaliscienses.” Casa amplia, de sólidos muros y silenciosos árboles donde vivieron con apreciable tranquilidad. Hasta que empezó el movimiento cristero…

Por allá venían los rumores: había llegado a San Pedro Tlaquepaque un federal de alto rango. Así que el padre Placencia reunió a su familia (los Cortés Carrasco) para pensar qué acción tomar en esos difíciles momentos. Unos opinaban que se fueran a Tonalá, otros que mejor sería regresar a Estados Unidos y fue mi Choche quien, con su acostumbrada claridad mental, dio la solución: “Hay que ofrecer nuestra casa en renta al federal”, dijo. Todos la miraron asombrados. ¿Cómo, se preguntaban, estaremos seguros si ofrecemos la casa en renta al enemigo de la religión? Pero doña Josefina respondió: “A nadie se le ocurriría buscar a un sacerdote en la casa donde vive un federal.” Así que, con el apoyo de unos peones, comenzaron a construir en la casona de San Pedro un departamento. Algo sencillo y pequeño, pero que contenía un pasadizo secreto dividido en varias cámaras para que ahí se escondiera el padre Placencia. Era una jugada arriesgada, pero dice la sabiduría popular que “un perdido a todas va”. Y sucedió que, como lo había vislumbrado mi Choche, el federal habitó la casa que al mismo tiempo escondía a un sacerdote… y nunca sospechó nada.

Vivieron muchas otras experiencias, como el éxodo, cuando la guerra cristera estaba en su punto álgido, hacia El Salvador. Ahí Placencia fue tan querido por los habitantes que hubo una carta dirigida a la autoridad eclesiástica para que se considerara al padre como candidato a obispo.

El poeta murió el 20 de mayo en 1930, en la calle General Arteaga, en el Barrio del Santuario, en Guadalajara, Jalisco. Murió acompañado de la familia Cortés Carrasco y como última voluntad le pidió a Pío Cortés, su amigo, su confidente, que le hiciera un modesto cajón con tres tablas; a Josefina, mi Choche, que no llorara cuando partiera, que mejor cuidara “las pocas pertenencias y la mucha pobreza” que le había dejado.

Josefina Cortés sobrevivió sesenta años tras la muerte de don Alfredo. Y en esas seis décadas nunca dejó de pensar en él. Constantemente decía a sus once nietos: “Si el padre viviera, diario tendríamos música en esta casa. Habría risas y la mesa repleta de desconocidos que no tuvieran un lugar para saciar su hambre. Porque eso sí, éramos pobres, muy pobres, pero el padre salía todos los días a buscar gente necesitada, aún más que nosotros, para invitar a la mesa.”

Mi Choche se encargó de mantener vivo el recuerdo de mi bisabuelo mientras atizaba el carbón para la lumbre, y de defender la honra del bardo ante la mentira hasta el cansancio contada de que era alcohólico. Sus días llenos de rezos y cariño nos hacen verla aún como el ancla que nos fija en el sitio donde el tiempo se detiene. Así fue ella; mística, generosa y única. A sus bisnietos nos compartió mucho de ese amor largamente trabajado, y fue para nosotros la luz que necesitó mi bisabuelo para llegar a feliz puerto.

Su muerte, llorada y sentida por todos, respondió a su vida misma. Quizá como una última ocurrencia o una precisa estrategia, dejó este mundo el 10 de mayo de 1990. Como para recordarnos que ella es la matriarca de esta familia y que su recuerdo no lo borra el tiempo.