Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de septiembre de 2013 Num: 968

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Intimidad
Raymond Carver

En una plaza de Tánger
Marco Antonio Campos

La otra mitad
de Placencia

Samuel Gómez Luna

Los rostros del
padre Placencia

Alfredo R. Placencia
a la luz de la poesía

Jorge Souza Jauffred

El indio y los Parra
Vilma Fuentes

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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Luis Tovar
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Hurbanistorias

Campeón de programas y de rigidez,
Oscar de premio a la insensatez.
[…]
Corazón de acero, ojos de cartón,
Todo barnizado como un buen campeón
.
Rodrigo González “El campeón”

Aunque el capitalino Miguel Bonilla nació en 1975, es decir apenas una década antes del pasón de cemento que, terremoto mediante, le arrancó de trancazo la vida al jamás olvidado Rockdrigo, no es improbable que conozca completa la canción arriba epigrafiada, así como el resto de las rolas que integran el álbum Hurbanistorias, póstumo y único que grabara el autor de “Vieja ciudad de hierro”, “Ratas” y “Distante instante”, entre muchas otras.

Una posible prueba a favor de ese conocimiento es Diente por diente (2011), su ópera prima, cuyas trama, personajes, ambientación y tono se corresponden admirablemente con ese espíritu mezcla de laconismo fundamental y rebelión siempre fallida contra la inevitable derrota, que resudan las letras del Profeta del Nopal. Pablo Kramsky (Alfonso Borbolla, contenido, tenso, preciso), el protagonista, es propietario de tres nadas: la primera, un oficio ingrato, despreciado y, en su caso, agrisado, como escritor de nota roja en uno de tantos pasquines vampirizadores de una realidad fecunda en sucesos sangrientos; la segunda, una vida solitaria pero sin ecuanimidad ni armonía internas, silenciosa pero sin serenidad, y magra en lo material pero sin renuncia a las posesiones; la tercera, una especie de ansia sorda por cambiar su suerte pero sin mayores luces ni herramientas para conseguirlo, salvo las que va poniéndole enfrente la casualidad o las circunstancias.

Acaso como él mismo, el mundo de Kramsky está hecho de melancolía, rutina y mugre, pero como hasta los estropeados conservan alguna luz en la mirada (Gustavo Ogarrio dixit), a este campeón del pobrediablismo de la clase media baja le da por emular las antihazañas de algún improbable desquiciado que anda por ahí, en la ciudad de cemento y de gente sin descanso, y fabricarse una personalidad en las antípodas de ésa que lo tiene, desde siempre, sintiéndose confundido y colérico como un perro en el Periférico. Quizá mero producto de su entorno, en el que deambulan paseando sus miserias –materiales y de las otras– un compañero de trabajo con aires y discurso de psicópata gandalla (Darío Ripoll, muy eficaz); una vecina joven que va que vuela para convertirse en una ama de casa un poco triste (Ximena Ayala, bien, aunque desaprovechadas ella y su personaje); así como un agente del Ministerio Público que es la imagen viva del abotargamiento envejecido de las instituciones de “procuración de justicia” nacionales (Carlos Cobos, memorable en su último trabajo); quizá por fin despertando alguna capacidad amodorrada para modificar un poco su personal e inhóspito destino manifiesto –de ahí el título que alude al refrán de la venganza como justicia–, Kramsky se fabrica una realidad a modo, por más que en el fondo sepa que ni va a durar ni va a servirle de gran cosa, toda vez que su alma endeble carece de la capacidad para mantener encendida por mucho tiempo la llama de su indignación.

No es, empero, una sensación de pérdida absoluta o derrota final la que dejan los noventa minutos de hurbanistoria contados eficientemente por Miguel Bonilla: como flor pequeñita entre viejos fierros retorcidos, o como sonrisa inopinada que alguien te brindara en medio de las apreturas inverosímiles en un vagón del metro en horas pico, asoma la ternura: la que por momentos imprime el propio Bonilla en su mirada a un mundo que conoce bien; la que los personajes llegan a brindarse en un momento dado, si bien oscuramente y bajo nombres muy distintos; y finalmente la que despierta en el espectador, cuando algo o mucho de sí mismo puede atisbar en la frustración, la impotencia y la rebeldía de aquellos que, como Kramsky, nacieron pa maceta pero de repente abandonan el corredor, aunque sea transitoriamente.

Cruzan mi mente solares

Similares aires de mosca contra el cristal tienen los tres personajes principales de Asalto al cine (Iria Gómez Concheiro, 2011), a quienes el robo perpetrado les sale bastante bien, es decir, exactamente al revés que la vida chata, plagada de conflictos, atorada en callejones o estacionada en solares baldíos de amor, vida que quieren cambiar en virtud del dinero obtenido en el asalto a una sala de cine, sólo para desmentir –o que el destino desmienta, en desmedro de ellos– que basta un golpe de suerte para enderezar árboles que crecieron torcidos.