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La de México
L

a de México es una ciudad obsesionada. Consigo misma, claro. Se dirá, con razón, que así son todas las grandes ciudades. Pero la nuestra lo lleva a extremos extraños. En cierto modo se odia. A partir de su segunda fundación sobre los escombros de Tenochtitlán, quizá por fallas de ese origen, persiste en ella una vocación autodestructiva uno diría que enamorada. De contradicciones está hecha. Siendo todo menos conservadora, sin pudor ni culpa seca lagos, derrumba, inunda, tala, contamina, encementa, entuba, entierra. Y levanta, reconstruye, escarba, acondiciona, invade, remodela y sobrepone en cada palmo de su casi colmado territorio. (O acaso no hay límite).

Su extravagante narcisismo no le quita lo laboriosa, sufrida, y a su masivo modo organizada por razones obvias de sobrevivencia que sólo funcionan si colectivas. El Metro y Facebook. Eso resulta importante ahora que, como está bien documentado en el mundo, los ejércitos y policías nacionales se entrenan centralmente en la guerra urbana, pues las calles son el nuevo escenario. Interno. Los eufemismos antiterrorismo, antimotines, combate a la delincuencia, control de multitudes, en la edad de los desastres y las protestas sirven para justificar la represión contra los que no son violentos (o no lo son en primera instancia; han aprendido a defenderse).

Los pilares humanos que la sustentan son de una diversidad única, enlatada en millones de automóviles y transportes colectivos. Ríos de hormigas andando y, cada día más, bicicletas heroicas. Una ebullición universal de comercios y comida frita. A su pesar, la gente es callejera. En otras partes, como Nueva York y París, los paseos son atractivos. Si bien la vida a la intemperie se aglomera y tensa entre pequeños absurdos y grandes embotellamientos, el thrill lo conservamos. El tiempo le corre como aquellos viejos billetes de a peso sobados y desgastados que no dejaban de circular y nunca alcanzaban; cuando nada era más falso que un billete de dos pesos y los veintes les caían a los teléfonos públicos, pues los había.

El número de millonarios que la habitan en la actualidad es considerable, tratándose de la minoría por excelencia, la más pequeña, la que manda, el dichoso uno por ciento (el porcentaje es cuchareable). Mueve bancos y gobierno, decide en cámaras y cortes, perora en televisoras, columnas y revistas de sociales. Se canta loas, enseña los dientes. Lo suyo es ganar-ganar. Y reside en zonas reservadas. Su ciudad es privada.

Por antonomasia, la ciudad de las masas variopintas y multiplicadas a escala posmoderna, apretujadas, sofocantes, sofocadas y animosas. No le queda de otra, y su adrenalina permanece en valores altos. Mas nunca pierde el genio de pueblos que alimentó a nuestro mejor costumbrismo. Tan bien que la retrató Luis Buñuel en sus comedias de los años cincuenta. Ríe todavía, de sí al menos.

Invisibles de manera proverbial, la pululan todo tipo de indios. Los que no dejan de llegar y los que nunca se fueron. Se calcula que se hablan hoy en la ciudad de México unas 40 lenguas indígenas; una decena de manera significativa. Y por supuesto la lengua franca, a su vez tan peculiar y ñera.

Es una ciudad con toda clase de clases. Hasta los desclasados abundan. Todos aprenden a coexistir, y si el espacio físico lo permite, a ser solidarios y no dejarse.

Por ejemplo, con lo difícil que es ser mujer en este país (célebre por su paradigma machista y sus altas tasas de feminicidios y violencia sexual), y aunque en la ciudad quizás no podamos presumir de matriarcado, lo patriarcal está medio disminuidón, y casi no hay actividad o posición que les sea vedada a las mujeres por el hecho de serlo.

Igual si revisamos los resquicios de la creación artística que, en clave de Apocalipsis y revancha de chunga, hierve bajo las narices de un poder que de su control no encuentra la clave, aunque con frecuencia la patrocina. ¿Le obedece? Legalización del aborto, matrimonios del mismo sexo, ¿mariguana? La gente se gobierna. El gobierno formal se supone que de izquierda administra redes barriales, zonales y gremiales más o menos extendidas. Insuficientes. Como el viejo PRI clientelar, al que en 1968 se le empezó a enfriar la bobina en la Plaza de las Tres Culturas, y entró en definitiva crisis de autoridad con el terremoto de 1985. Tlatelolco. Siempre Tlatelolco. Bien lo supo Hernán Cortés desde que los pobladores tundieron a sus soldados hasta las márgenes de Tacuba.

Mafias, iglesias, clubes, empresas. Colectivos independientes y redes sociales que heredan un vena de tolerancia malora que caracteriza a la chilangada, suma de ingredientes de todas partes, como la buena cocina, y la indigesta. Calles que los de los 32 estados pueden llamar nuestras. Y de pilón, ocultos entre las multitudes mencionadas, y las por mencionar, la ciudad está llena de exóticos extranjeros, de manera inexplicable pero comprensible enamorados de nuestro desmadre.