Política
Ver día anteriorLunes 23 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nosotros ya no somos los mismos

La increible confirmación de la sentencia al indígena tzotzil Alberto Patishtán

L

a intención era echar mi cuarto de copas sobre el aguerrido match en que se enfrentaban principios constitucionales vs tratados internacionales, por el magno cinturón de la supremacía jurídica absoluta en el territorio nacional. Sin embargo, el domingo 8 pasado apareció el artículo de mi maestro Arnaldo Córdova, después del cual no hay nada que agregar. Únicamente, por necio, presento las consideraciones de un lego irredento en esta materia. Pienso que los tratados internacionales no se le imponen a ningún Estado, digo, como no sean los de Versalles o algún otro surgido de una decisión hegemónica irrebatible. Los demás son expresión de la voluntad de las partes que los signan. Ya si son, o no, benéficos para sus pueblos, es avena de otra arpillera. Se me ocurre: México participa en una reunión plurinacional en la cual se toman ciertas decisiones que, o le resultan de gran conveniencia al país o se compadecen plenamente con los principios esenciales que nos constituyen como nación democrática, justiciera y soberana, o no participa, pero lo convocan a sumarse a una gran iniciativa en favor de la supervivencia del planeta, digamos, y pues ni manera de decir que no, o que quién sabe. Si acaso: “yo si le’ntro –diría nuestro presidente– vamos a ver qué opina mi Senado”. Y que la propuesta corre con harta suerte y los senadores no lo hacen quedar mal y avalan su firma. En ese momento éste pasa a formar parte del andamiaje jurídico que estructura y rige a la sociedad. Pero que viene la de malas y un día se da un disenso entre los dos órdenes legales vigentes en el país. Caso concreto: el arraigo. Esta figura jurídica en México es considerada legal, pero internacionalmente no es aceptada. Y surge, inevitable, la bronca. ¿Qué hacer? Hay algunos países cuyo sistema penal es de carácter “garantista, es decir, que frente a una discordancia entre diversos ordenamientos jurídicos debe prevalecer el que mayores beneficios otorgue a la persona. La solución me parece por demás idónea, pero yo tengo una propuesta que se ajusta más a la idiosincrasia nacional. Elucubremos: el señor presidente, por el motivo que sea (convicción personal, sugerencia de sus colaboradores, compromisos internacionales) considera conveniente que México se sume a un acuerdo celebrado por diferentes países u organismos internacionales en pro de los derechos humanos. Con sus secretarios afines al tema y sus consejeros jurídicos y diplomáticos, toma la decisión y se inicia la operación política interna: el secretario de Gobernación negocia con los partidos de oposición al igual que con los líderes de las bancadas en ambas cámaras. Conversa con su partido para recabar opiniones que enriquezcan la decisión tomada y para que preparen la defensa en comisiones y en la tribuna. Si el asunto lo amerita se platica con los orgánicos (que desquiten, que desquiten), para que aprovechando su sapiencia y rotunda credibilidad sensibilicen a la opinión pública. Los medios electrónicos, tan responsables y atentos a las cuestiones de interés colectivo comenzarán, suave, imperceptiblemente, a referirse al tema y, de pronto, ¡Milagro! La gente (acuérdense que el pueblo despareció ha tiempo) entusiasmada ya, reclama: ¡Hágase la ley! Aquí se me ocurren dos opciones: primera, ya sobre seguro, el Ejecutivo da instrucciones al canciller para que promueva una vistosa incorporación al convenio multilateral del que se trate. Tras la firma del Ejecutivo, el Senado lo ratifica, y casi listo. Digo casi, porque después de la decisión de la Suprema Corte que ya marcó su raya y estableció que sobre nuestra Carta Magna ni el Corán, La Biblia, Los Diez Mandamientos, las disposiciones del FMI, el BM o las reglas de la FIFA, nada tienen que hacer, tengo otra propuesta: artículo 71 constitucional: El derecho de iniciar leyes o decretos compete: l) Al presidente de la República, artículo 135. Es muy largo, lo compendio: con dos terceras partes de los legisladores presentes, el Congreso puede modificar la Constitución si, además, suma el acuerdo de la mayoría de las legislaturas locales. Entonces, ¿por qué no pavimentar el piso previamente? El presidente, siguiendo todos los pasos descritos, adecua la Constitución a los términos del tratado que considera la perfecciona y actualiza y, a continuación, dada la identidad de principios y postulados que ahora se evidencian entre estas dos categorías normativas (¡Oh afortunada coincidencia!) suscribe el acuerdo plurinacional, solicita al Senado su ratificación y (Dios de por medio), éste la otorga. Los derechos humanos de los mexicanos quedarán entonces resguardados no únicamente por las leyes nacionales tan caprichosamente interpretadas, las pobrecitas, sino por el sistema jurídico internacional. Esto, seguramente, con la repulsa del fariseo publicista, no publicano que, recuerden, exigía que los derechos humanos alcanzaran no a todas las especies de ratas, sino únicamente a la de sus patrocinadores. (Ver esta parábola en el evangelio de Lucas, 18,9-14 del Nuevo Testamento). Una medida como esta hubiera evitado a los señores ministros el bochorno de jugar a las vencidas para decidir quién las podía más, si la Constitución o los tratados internacionales. Me recordaron la discusión de unos pubertos en una primaria (pública, por supuesto): mi papá es soldado y le suena al tuyo que es policía, pues el mío es bombero y los remoja a los dos. Pepito: el mío es sicario y ustedes tres ya son huérfanos. Y una última consideración respecto de la preminencia de la legislación nacional.

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El profesor Alberto Patishtán Gómez fue sentenciado a 60 años de prisiónFoto Moysés Zúñiga Santiago

Estoy convencido que allá, en el topus uranus, donde habitan nuestros supremos juzgadores, no se tiene ni idea de que aquí abajo, en el planeta Tierra donde a la realidad ni Mayweather la doblega, las normas imperantes en el mundo globalizado e interdependiente representaban una gran salvaguarda, un gran paraguas, un vade retro, un peñasco de kriptonita contra inhumanas e irracionales decisiones de jueces, magistrados y ministros. Decisiones que, obviamente, no afectan a todos los mexicanos (por la gracia de Dios todavía hay clases), sino a unos cuantos sectores vulnerables del país (fina expresión para referirse a la gente del campo, los diversos grupo indígenas, los trabajadores, los no trabajadores, los ninis, los semininis ( franeleros, güigüis, vieneviene), los outsourcing, las teiboleras, l@s sexiservidor@s, los periodistas, los defensores de las libertades civiles y algunos cientos de etcéteras más). O, ¿alguien conoce que alguna vez hayan tenido que recurrir a las comisiones nacionales de derechos humanos, a los organismos mundiales o alegar en su favor tratados y convenciones multinacionales, algunos mexicanos de apellido Corcuera, Arámburuzavala, Arango, Del Valle, Azacárraga, Servitje, Salinas, Bailleres, Rossbach, Harp, Alemán, Molina, Larrea, García Azcoytia, Bibriesca Sahagún, Zambrano, Sánchez Vega, Chedraui, Robinson, Garza Lagüera, Hernández y, como diría el duque de Otranto, los 300 y algunos más?

Seguramente los magistrados Freddy Célis Fuentes, Manuel de Jesús Rosales y Arturo E. Zenteno revisaron acuciosamente las listas de los notables y al no encontrar en ellas el nombre del profesor tzotzil Alberto Patishtán, el asunto se resolvió solito. ¡Cómo que el maestrito ese estaba muy lejos de la CSI! (Por supuesto que no se trata del Sindicato Campesino Independiente, sino del lugar en que cometió un delito: no me salgan con que ustedes no sintonizan Crime Scene Investigation). Hay testigos, protegidos, desprotegidos y solicitantes ansiosos de rendir un testimonio de que Patisthán comandaba la emboscada contra una patrulla policiaca. ¿Puede él mostrar una visa para comprobar que en esos fatídicos días estaba de visita en Dubai, la factura de un hotel (5*), de un resort o de una estación turística donde gozaba de merecido descanso, el testimonio de un monje tibetano que esa fecha le orientaba sobre la vida trascendental? ¿Nada? Entonces que no le juegue al David Copperfield. Existen versiones precisas, y tan dignas de confianza como los votos de pobreza y mansedumbre de su ilustrísima el señor cardenal Rivera, que lo sitúan en el sitio del mal y en el momento preciso. Con la bendición de la primera sala de la Corte Suprema, el tribunal colegiado del vigésimo circuito pronunció palabras muchísimo más homofóbicas, ofensivas y obscenas que las dichas por los periodistas poblanos que tanto escandalizaron a los señores ministros. Dijo el tribunal: es infundado el recurso de reconocimiento de inocencia presentado por el indígena Patishtán Gómez. Se confirma la sentencia de 60 años de prisión.

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