Opinión
Ver día anteriorMiércoles 25 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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No tenemos representación
I

niciado el sexenio de Enrique Peña Nieto, la programación del Canal 28 de radio y televisión del gobierno de Nuevo León fue modificada. Punto de partida, uno de los noticiarios con mayor calidad de opinión en la zona, fue recortado a la mitad de la hora que antes tenía para introducir noticias nacionales e internacionales que muy diferentes medios ofrecen con mayor amplitud y sin la publicidad oficial que no disimula ese segmento.

Entre los pocos opinantes de esa calidad que permanecen en la parte original de Punto de partida se halla Lorenzo Meyer. Ante la crisis de gobernabilidad que enfrenta el gobierno federal –y no pocos de los estados– con motivo de la reforma educativa, que actualiza la laboral, y la energética, la fiscal y la financiera, ya en agenda, el autor de valiosos libros sobre las realidades políticas y la historia del país criticó el sentido de la reforma educativa. Señaló, empero, que no era ni la práctica ni la reforma educativa el verdadero y grave problema de México, sino la ausencia de una representación política efectiva: No tenemos representación, dijo al concluir su comentario. ¿Tiene razón Meyer?

Felipe Calderón se empeñó en afirmar, hasta casi su tercer año de estancia en la Presidencia, que el suyo era un gobierno de coalición. Sonaba a mal chiste, como muchas otras de sus afirmaciones (Seré el presidente del empleo; Bajaré la gasolina y el diesel; Bajaré los impuestos a los trabajadores y las empresas, Mi gobierno está decidido a cerrar espacios a la delincuencia, etcétera).

Peña Nieto puede decir, a diferencia de Calderón, que su gobierno, en buena medida, sí es un gobierno de coalición. Una coalición aparentemente post eventum, pero cuyos efectos son semejantes –hasta ahora– al de un gobierno coaligado.

La frase fue muy paseada en el sexenio de Vicente Fox: El presidente pone y el Congreso dispone. Había algo de eso. Pero las leyes antipopulares propuestas por el Ejecutivo federal que han sido aprobadas por las diversas legislaturas en la última década, para no ir más lejos, han venido siendo aprobadas una tras otra por ambas cámaras. Los cambios, si los ha habido por la cámara revisora, han sido de alguna coma. En lo poco que va de este sexenio se ha visto; con algunos matices, si acaso, es lo que seguiremos viendo. Lo que también seguiremos viendo, y en ascenso, es la ingobernabilidad, sus probables crisis y medidas diazordacistas para contenerlas, que ya han asomado la oreja.

Los partidos de oposición, representados en el Congreso de la Unión por sus correspondientes fracciones, se han subordinado, a través del Pacto por México, al partido cuya hegemonía se ve cuestionada en las calles sin que se hagan cargo de lo que tal cuestionamiento también significa para ellos. Unos y otro confían en la publicidad seudolegitimadora de las voces dominantes (las de los grandes empresarios, socios o anunciantes de los dueños de la aplanadora mediática y sus personeros en el Poder Legislativo), y en que el bombardeo publicitario supla la ausencia de compromiso con los intereses de la proverbial mayoría afectada por las contrarreformas legislativas con escarapela de reformas republicanas.

Revolucionarios fueron todos, se llegó a decir de la burocracia así pintada por aquellos que antes de la llegada de los tecnócratas (la era salinista que se prolonga de manera pasmosa en nuestros días), arrellanados en sus sinecuras, mantuvieron los rehiletes nacionalistas. Ahora así puede decirse de la burocracia formada en la izquierda, incluso en la izquierda más radical: guerrilleros fueron todos. Cualquier cosa, menos dejar los privilegios del puesto.

No sólo no estamos debidamente representados donde formalmente debiéramos estarlo; tampoco donde la representación política tiene su primera instancia: los partidos. Y esto es así por una razón elemental: su vida interna no se procesa democráticamente. Por ello fue tan fácil que las cúpulas opositoras que firmaron el Pacto por México lo hicieran en el modus pulido a lo largo de décadas por el PRI en torno a la toma de decisiones: el fast track, por su nombre en inglés, propio de las dictaduras.

¿Cómo aspirar a ser un país desarrollado de occidente manteniendo prácticas subdesarrolladas? No es que en Estados Unidos y sobre todo en Europa (nuestros modelos) la democracia sea una expresión del pueblo en ejercicio de su mayoría natural, pero allí se observan ciertas reglas mínimas en el juego de autonomías por el cual se define la democracia. Si el Pacto por México hubiese sido un verdadero pacto, primero tenía que haber sido objeto de un debate interno en el seno de los partidos concurrentes. Tras el debate partidario, el pacto, producto de una alianza entre unos partidos y otros, tendría que haberse traducido en una plataforma política que, de resultar triunfadora en las elecciones, debía suponer el compromiso, frente a la ciudadanía, de convertirla en programa y ejercicio de gobierno. No fue así, y consecuencia de ello es que la autonomía del Poder Legislativo ceda al pragmatismo de quienes mandan y de todos quienes obedecen por la vía de la muy vetusta línea.

La democracia se aleja cada vez más de la representación constitucional y sus instituciones y a mayor rapidez se aproxima a las bases populares (estudiantes, trabajadores, padres de familia de desaparecidos y asesinados, pueblos campesinos, comunidades indígenas, jubilados y muchos otros) donde tiene la posibilidad de renovarse.