Opinión
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Tamayo 1922-1937
D

eclaró Rufino Tamayo: Mi experiencia al pintar bajo el método de Best Maugard fue experimental, obligatoria por mi trabajo con los alumnos de primaria debido a que se implantó ese sistema, el que suponía que el profesor dibujara en el pizarrón para que los alumnos se dieran cuenta de lo que se tenía que hacer, así que fue una cosa incidental, sin importancia en mi carrera.

En todas formas, como recuerdo o evocación del sistema, decoró el óleo del búcaro de Los alcatraces (1924), de acuerdo con el método, apto precisamente para introyectar ornamentos artesanales en una época en la que el despunte de las escuelas al aire libre, estudiadas por Laura González Matute entre otros, deparaba aprendizaje entre niños, adolescentes y jóvenes capaces de expresarse en estos quehaceres.

Como puede comprobarse en la exposición que comento, no pocos trascendieron esta condición. Pueden advertirse espléndidas piezas con autores ya identificados que provienen de ese contexto.

Los elementos constructivos de Tamayo se fueron modificando y concretando de acuerdo con sus propias intuiciones y realidades, pero en buena medida también como consecuencia de los veneros que tomó la pintura del siglo XX después del cubismo.

La pintura, dijo Octavio Paz en uno de sus ensayos sobre Tamayo, no es como una investigación plástica ni como una construcción, sino como una constante metamorfosis.

Uno de estos veneros fue el surrealismo. El influjo de Giorgio de Chirico sobre Tamayo fue incontestable, pero cuando éste posiblemente analizó obras del pintor nacido en Volos los surrealistas ya habían condenado su pintura posterior a la auténtica etapa metafísica, que fue la que llamó poderosamente la atención no sólo de André Breton, sino igualmente de Max Ernst y de muchos otros, influjo que se extendió a varias latitudes en muchos países.

Deseo aludir a una pintura que yo jamás había visto, salvo a través de una fotografía tamaño contacto reproducida en el trabajo cronológico de Sofía Urrutia y Judith Alanís.

La pintura en cuestión perteneció a la otrora famosa colección de Salomón Hale. Fue localizada y restaurada, pues según informa Juan Carlos Pereda, se encontraba en fatales condiciones. Se titula Zeppelin (1928), y es un cuadro que rehúye la lógica formal, como si se tratara de una construcción surrealista.

El zeppelin puede estar fuera del ámbito de una supuesta ventana o abertura que ostenta dos muretes de ladrillo, en el parapeto hay frutas, que integran una naturaleza muerta, el muro amarillento ostenta lo que pudiera ser el extremo de un cordel que cancelaría la visión del zeppelin, mismo que es enorme y hasta un poco amenazante, corre de lado a lado de la oquedad, justo sobre unos objetos tubulares propios de un medio fabril.

El dosel blanco de una cama de hierro añade otro elemento a esta extraña composición, ni con mucho la única en cuanto a extrañeza en la obra de este pintor. No estoy aventurando una interpretación: lo que se ve en el cuadro es eso, puede tomarse como una visión, como un azar o simplemente como invención tamayesca.

No sucede lo mismo con otra pintura de la misma colección Hale, Naturaleza muerta con cabeza, en la cual vemos de perfil una cabeza de mujer de pelo trenzado que de primera instancia pareciera ser real. Pero no es una presencia humana, es una escultura apeada en base muy baja que quizá corresponda con una escultura de la corregidora doña Josefa Ortiz de Domínguez, que alcanzaba a vislumbrarse desde el hábitat que ocupaba Tamayo con María Izquierdo hacia 1932.

Se acompaña de dos guitarrones, troncos de árbol cortados en perpendicular mostrando los cortes al ras, una cortina roja que cancelaría la visión al exterior y lo que alcanza a verse de un paisaje urbano moderno, en ambiente urbano y cruzado por cables.

No obstante la visión de esta escena tras la gran cabeza, puede corresponder a algo que fue pegado en el recinto de la habitación, ya se trate de un cuadro del propio Tamayo o de un cartel. El efecto dentro-afuera queda así puesto en cuestión, otra cabeza mestiza de perfil preside el conocidísimo Homenaje a Juárez. Aquí el busto de Juárez no tiene los ojos tallados en la piedra ni ven al espectador. Según la pintura son unos ojos de mica o de vidrio incrustados en el material, posiblemente pétreo, son transparentes y alargados, no ven al espectador ni a la mujer, ven mucho más allá de eso. Al infinito, o dentro de sí mismos, como si fueran ojos ciegos.

Este homenaje a Juárez, que pertenece al acervo del Museo de Arte Moderno, es totalmente distinto del homenaje que el pintor también brindó a Zapata.

Con una sorpresa muy grata concluye la muestra. Me refiero al espléndido cuadro titulado Nueva York desde la terraza (1937), donde hay un personaje que mira la urbe con catalejo. Además de la niña apoyada en la balaustrada, es el único ser vivo en ese cuadro en el que hay dos tajadas de sandía dispuestas sobre una mesa redonda.

Con ese cuadro, perteneciente al momento en el que Tamayo viajó con Olga a la convención de la LEAR termina la exposición, que además depara la posibilidad de observar de cerca un conjunto primoroso de dibujos a línea que por sí solos integrarían una muestra de gabinete.