Opinión
Ver día anteriorLunes 7 de octubre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mea maxima culpa
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lex Gibney es uno de los documentalistas más destacados en Estados Unidos. Revísese su filmografía: desde Enron: los tipos que estafaron a América (2005), sobre las malversaciones financieras y fechorías de una de las compañías más poderosas en Norteamérica, que comprometieron las vidas y economías de más de 200 mil personas durante su quiebra, hasta la estupenda Taxi al lado oscuro (2007), crónica de la pesadilla vivida por Dilawar, un taxista detenido injustamente, torturado y asesinado en la base aérea de Bagram en Afganistán.

Gibney ha realizado también otro documental muy controvertido, y aún inédito en México, We steal secrets: the story of Wikileaks (2013), sobre las acciones de Julian Assange y Bradley Mannings y su impacto en la opinión pública a nivel internacional.

Con este talento para registrar oportunamente los temas de mayor relevancia mediática y armar un requisitorio incisivo en contra de las autoridades responsables de las mayores injusticias, no sorprende el interés de Gibney en ofrecer una pieza más en la denuncia de uno de los crímenes mejor encubiertos por la más alta jerarquía católica: el abuso sexual sistemático, a lo largo de décadas, de miles de niños y niñas por sacerdotes pederastas en el mundo entero.

En Mea maxima culpa: el silencio en la casa de Dios (2012) el documentalista analiza con detenimiento algunos de los casos más emblemáticos de dicho abuso protegido. Se centra en una felonía indignante: el abuso sexual de más de 200 niños sordomudos en el colegio religioso de Saint John en Milwaukee, Wisconsin, por el director y sacerdote Lawrence Murphy entre 1950 y 1974. Se describen las estrategias para propiciar un primer abuso consentido: la concesión de privilegios a ciertos alumnos y la selección de aquellos cuyos padres desconocen el lenguaje de señas, lo que favorece la impunidad del sacerdote pederasta; la pasividad cómplice de las monjas y la convicción de los superiores eclesiásticos que minimizan el crimen volviéndolo pecado redimible, bajo la lógica de que una buena intención purifica al final un mal comportamiento.

Una lógica más cínica todavía sella la impunidad: el niño sometido al abuso superará en la edad adulta la experiencia negativa; el prelado, en cambio, tendrá como castigo una larga penitencia de oraciones expiatorias. Muchos de los protagonistas entrevistados en el documental no sólo no superan la experiencia, sino que deciden años después denunciar a algunos de los sacerdotes pederastas que el Vaticano y las arquidiócesis locales trasladan de una parroquia a otra con el fin de evitar un escándalo mediático, a la postre inevitable. Por todos los medios se trata de corregir o de ocultar las conductas recalcitrantes de la pedofilia clerical.

El Padre Gerald Fitzgerald funda en 1947 la orden de Los Siervos de Paráclito, con el objetivo de tratar a los sacerdotes abusadores y entre 1950 y 1990 gasta 80 millones de dólares para el traslado de 200 mil prelados hacia centros especiales de tratamiento en Europa, África, Sudamérica y Filipinas, al extremo de comprar la pequeña isla granadina de Carriacou, en el Caribe, para recluir a muchos de ellos e intentar corregir las mismas desviaciones que la Iglesia católica suele condenar, Urbi et Orbi, en el mundo entero.

Al caso del padre Murphy se añaden otros no menos escandalosos, el del encubridor padre Bernard Law en Boston, denunciado por la comunidad local y protegido por el Vaticano, al que finalmente se transfiere a una reclusión dorada en la Basílica de Santa María Maggiore en Roma; el del pintoresco y carismático padre abusador Tony Walsh en Irlanda, que amenaza con excomulgar a sus jóvenes víctimas en caso de intentar denuncia, y a quien las autoridades civiles arrestan, y el no menos conspicuo caso del padre Marcial Maciel, en México, impenitente pederasta heroinómano, ejemplo para la juventud, según su protector máximo Juan Pablo II, que muere sin haber jamás rendido cuentas por sus múltiples abusos criminales.

Un capítulo importante de la cinta lo dedica Gibney a la Congregación de la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal Joseph Ratzinger, y a su inmenso archivo que contiene miles de documentos que detallan la cronología del abuso pederasta a lo largo de siglos.

El valioso documental Mea maxima culpa expone la ahora ineficaz estrategia eclesiástica de ocultamiento: convertir al criminal en pecador para mejor sustraerlo a la acción de la justicia; negar o minimizar los crímenes transformándolos en entendibles fallas humanas, y culpar y denigrar por igual a los medios que denuncian y a los sobrevivientes que claman justicia.

Uno de los resultados de dicha estrategia: de 95 por ciento de católicos practicantes en Irlanda, ya sólo 4 por ciento asiste hoy en Dublín a la iglesia.

Mea maxima culpa se exhibe en Cinépolis Interlomas, Perisur, Plaza Carso, Plaza Satélite, y en Cinemex Insurgentes, Interlomas, Polanco y Santa fe.