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Las plazas de toros en la historia de la ciudad
U

no de los festejos que más arraigo tuvieron en el país a partir de la llegada de los españoles y del ganado vacuno, fue la costumbre de lidiar reses bravas. Al paso de los siglos, en algunas regiones esa costumbre se convirtió en una tradición muy acendrada y, posteriormente, en parte del arte y la cultura de los pueblos.

En la Quinta Carta de Relación que envió Hernán Cortés al rey en 1526, menciona que a su regreso de Las Hibueras (hoy Honduras) el día de san Juan de ese año “…se estaban corriendo ciertos toros…”

Los festejos taurinos se celebraban por muy diversos motivos, como los acontecimientos de la monarquía española, la llegada de un virrey, la búsqueda de recursos para resolver desastres naturales o para la construcción obras públicas y hasta para financiar actividades militares. Para mencionar un caso concreto y que hoy viene a cuento por el atentado que padeció la notable escultura ecuestre que llamamos El caballito, se pudo realizar gracias al dinero que se logró juntar con la organización de corridas de toros.

Al formar parte de la vida cotidiana, los acontecimientos sociales, políticos, militares y económicos tuvieron un gran impacto sobre la fiesta brava. En varias ocasiones se prohibió y después venían vientos favorables y volvía a la legalidad. Pero nunca se dejaron de realizar corridas, como suele suceder con ciertas prohibiciones que van contra tradiciones muy arraigadas, que forman parte de la historia y de la cultura; los toreros y el público se iban a otros estados cercanos.

Llama la atención la gran cantidad de plazas de toros que ha habido en la ciudad de México a lo largo de los siglos; platicaremos de algunas. En 1851 existían dos muy populares, la de San Pablo, en el rumbo que conocemos como La Merced; y la del Paseo Nuevo, que se encontraba en el cruce de la actual avenida Juárez, Paseo de la Reforma y del entonces nuevo Paseo de Bucareli.

En ese periodo los numerosos conflictos políticos y económicos, tanto internos como internacionales y las consecuentes guerras, no permitían la celebración permanente y constante de festejos taurinos.

El 7 de diciembre de 1867 la fiesta brava sufrió un severo golpe: se publicó el decreto del presidente Benito Juárez, por el cual se prohibían los festejos taurinos en el Distrito Federal; no se mencionaba ninguna razón.

Al fallecer Benito Juárez en julio de 1872 la prohibición siguió vigente. El decreto permaneció por casi 20 años, hasta que el 17 de diciembre de 1886, durante el mandato de Porfirio Díaz, se publicó su derogación.

De inmediato se desató el más eufórico y desmedido taurinismo de la historia del toreo en México, comenta Miguel Luna Parra, estudioso del tema y aficionado de hueso colorado. El problema era que ya no había plazas de toros; rápidamente varios empresarios construyeron nuevos cosos, pero sin calibrar suficientemente las consecuencias: en menos de 11 meses ya existían cinco plazas con una capacidad de unos 9 mil espectadores. Ademas de que eran demasiadas, todas estaban cercanas; iban de la colonia San Rafael a la esquina de avenida Chapultepec y Bucareli.

Luna Parra, quien realiza un interesante recorrido por los lugares donde estuvieron esos cosos dice: No tenemos conocimiento de un hecho histórico similar en la historia taurina de todos los países que presentan este espectáculo.

Platica que de enero de 1888 hasta el mismo mes de 1889 en que las cinco plazas estuvieron funcionando, se dio la abrumadora cantidad de ¡151 festejos taurinos!, lo que equivale a casi 13 corridas al mes, caso insólito en el mundo.

Esa pasión por la fiesta brava, aunque disminuida, no ha desaparecido; hay un fuerte transfondo cultural e histórico, que es necesario considerar cuando se discute el tema de su prohibición. Mientras tanto, vamos a las Gaoneras que está en la calle de Kansas 19, en la colonia Nápoles, a saborear ¡unas gaoneras!