Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de octubre de 2013 Num: 971

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Lichtenberg: sobre
héroes y estatuas

Ricardo Bada

La palabra, el dandi
y la mosca

Edgar Aguilar entrevista
con Raúl Hernández Viveros

Antonio Gamoneda: sentimentalidad oscura
José Ángel Leyva

El caso de la mujer azul
Guillermo Samperio

El rival
Eugenio Aguirre

Tecnología y consumo:
el futuro enfermo

Sergio Gómez Montero

Cárcel y libertad
en Brasil

Ingrid Suckaer

Máscara
Klítos Kyrou

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Jorge Moch
La Casa Sosegada
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La Jornada Semanal

 

Lichtenberg:
sobre héroes y estatuas

Ricardo Bada

Es bastante posible que la primera
relación interdisciplinaria de un español
con un monumento público se formalice al
pasar, asimismo por primera vez, frente
a la estatua ecuestre delante del Parque
del Retiro, en Madrid, y sesgar
inconscientemente la mirada para
comprobar si es que los atributos genésicos
del corcel justifican el lapidario dicho peninsular
de tener “más cojones que el caballo del Espartero”.

Ese mismo español (no se llamen a engaño, soy yo), arriba un día a los Parises de la Francia, se acerca al Arco del Triunfo y su curiosidad lo lleva a no sólo verlo de lejos, como los toros, sino a pasearse entre su arquitectura; y quién quita que no suba a la azotea panorámica para allí respirar a pleno pulmón Dyoxid de Carbone n° 4, el perfume inconfundible de l’Étoile. Como fuere, si se detiene a leer en las paredes de la imponente construcción, casi sería mejor que no hubiese aprendido a hacerlo, porque uno de los primeros nombres que verá en la lista de batallas ganadas por Napoleón (no en vano se trata del Arco “del Triunfo”) será el de Arapiles, cuando los gachupines al mando de Wellington expulsaron definitivamente de la península a la Grand Armée. Amén de ello, les aconsejaría a los propensos a la taquicardia no buscar el sacrosanto nombre de Bailén, la primera derrota sufrida por el ejército de Napoleón, ante portas de Andalucía.

Pero me temo que estén tachándome de eurocentrista. Pondré dos ejemplos más que no sean de la madre patria.

Imagino que alguno de mis lectores recuerda lo que cierta vez contó García Márquez acerca de la estatua de Morazán en Tegucigalpa. Se lo resumiré aquí a quienes no lo recuerden: parece ser que la comisión enviada a París para encargar la estatua del prócer se dedicó a la farra y a tirar la casa por la ventana (por las ventanas del Moulin Rouge), con el resultado de que al final se quedaron poco menos que sin blanca y hubieron de recurrir a un chatarrero, en cuyo almacén descubrieron una estatua ecuestre del mariscal Ney, fusilado en 1815 por traidor a la patria.

Como su precio estaba al alcance de los esquilmados bolsillos de la comisión, se llevaron para Tegucigalpa al mariscal Ney, quien bajo el nombre de Francisco Morazán cabalga eternamente estático en una de las principales plazas de la capital hondureña. Dicho sea de paso: lo que creo que Gabo no cuenta es que a Morazán también lo habían fusilado, y hasta me atrevo a pensar que lo hicieron traidores a la patria mesoamericana, o sea, que este mundo es un pañuelo.

Y en la plaza de armas de Lima puede admirarse un monumento asimismo ecuestre del general San Martín, y en él, sobre la cabeza de la estatua de la Libertad que lo acompaña, una esbelta llama (de la familia de los camélidos, especie Lama glama). Quienes saben me han platicado, jurado y perjurado, e se non é vero é ben trovato, como aseveran los italianos, que cuando el escultor entregó el monumento a los ediles que lo encargaran, todos lo admiraron sin reservas... excepto uno de ellos, más culto, el cual echó de menos “la llama votiva”. Obligando al escultor a completar su obra del modo que les he descrito.


Estatuas de Georg Christoph Lichtenberg en Göttingen, Alemania

Ustedes se dirán que en un país que pasa por ser tan serio como Alemania, cosas como éstas no podrían suceder. Tranquilícense: suceden. (Y hasta en los Países Bajos, donde en Ámsterdam llegan al extremo irónico de haber colocado la estatua de Gandhi, cuyo triunfo inició la caída del Imperio Británico, en el mismísimo centro de la Alameda Churchill, su campeón.)

Pero volviendo a Alemania: a uno de sus más grandes escritores, a uno de los mayores talentos que haya dado en toda su historia el idioma alemán (que no es precisamente parco en talentos), nada menos que a Georg Christoph Lichtenberg, ni siquiera la ciudad de Gotinga –en cuya Universidad fue Lichtenberg el equivalente de lo que un fray Luis de León en la de Salamanca–, ni siquiera ella, hasta 1992, le había dedicado una estatua.

Por dicha, la dinámica sui géneris de los aniversarios redondos sirvió de coartada para poder desfacer el entuerto. Y fue ese año, con motivo de cumplirse los 250 del nacimiento del autor, esto es, el semi-Quinto Centenario de quien legó a los siglos venideros este aforismo inmortal: “El primer indígena que descubrió a Colón hizo un mal descubrimiento.” Por iniciativa de una editorial de libros de arte, Arkana, de su lichtenberguiano propietario, Tete Böttger, se encargó una estatua del genio cuasi clandestino de la lengua alemana.

Sólo que ¿dónde se encargan en nuestros tiempos estatuas de este género? Böttger descubrió que los especialistas se encontraban en Albania, y que en Albania, como consecuencia de la caída del régimen de otro benefactor de la humanidad, había un depósito muy requetechulo de chatarra de bronce esperando ser reciclada.

Lo que posiblemente Böttcher no alcanzó a soñar, y hasta creo que no lo hubiese logrado ni siquiera recurriendo al LSD, es que la estatua de Lichtenberg que le encargó a uno de los más avezados escultores del ramo, Fuat Duchku, se la iban a hacer con el bronce fundido de aquella de dos metros de alto, del dictador Enver Hoxha, que vigiló durante cuatro décadas la vida de Tirana, la capital del país. Pero así fue, por muy increíble que les parezca, ya que los caminos de la justicia poética son inescrutables.

Digo esto, y con ello termino, porque el hecho me hizo recordar un bellísimo poema en prosa de Oscar Wilde. Aquel en que un escultor concibe la estatua El placer que dura un instante, pero no halla en todo el mundo el bronce con que forjarla, pues todo el bronce que había lo usó él mismo, cuando murió su gran amor, para crear la estatua de El dolor que dura toda la vida. Y cuando el escultor –enamorado nuevamente al cabo de unos años de duelo– se dio cuenta de ello, ¡hala!, fundió El dolor que dura toda la vida para forjar El placer que dura un instante.

Aplicándolo al caso del monumento a Lichtenberg en Gotinga, y parafraseando al propio don Oscar, convengamos en que la Naturaleza limita al Arte.