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Aprender a Morir

De santos y verdugos

S

e atribuye al filósofo Sócrates la frase La muerte no es lo peor; peor aún es el deseo de morir y no poder consumarlo. El hecho de que el contradictorio papa Juan Pablo II –santo a partir de abril de 2014, ¿eh?– no haya renunciado a pesar de su precaria salud, habla del síndrome de Franco en el propio Vaticano, o de la necesidad política de prolongar la vida de un jefe de Estado hasta límites indecibles.

Otra prueba de que las atenciones más esmeradas no disuaden a un enfermo terminal de pedir que lo dejen morir es que el mismísimo futuro santo solicitó: Ya no me lleven a la clínica Gemelli, si bien la versión oficial de la postrera petición papal es déjenme ir a la casa del padre. En cualquier caso, la tercera persona del plural indica que era llevado o retenido contra su voluntad, no de recuperarse sino de esperar la muerte sin estorbos. Al poder, como a los sencillos, la condición de mortales de los jefes les resulta tan intolerable que se resiste a aceptarla. Acostumbrados a las sobreactuaciones y a los excesos, los poderosos no conciben ser tan mortales como la persona más miserable.

La posmodernidad perdió el sentido común ante el final de la vida, privando al moribundo de una muerte digna porque le parece inmoral aplicarle una inyección letal. Haber aceptado que el sufrimiento, la cruz y la muerte son lo que salva y no el amor, es lo que conserva tan nocivo valor. Empero esos gestos de falsa compasión sólo causan una tortura adicional a quienes se intenta retener artificialmente en la tierra.

No se quiso aprender de la medicina popular de algunas regiones en las que cuando ya es imposible hablar con el paciente o éste no tiene remedio y sufre, en lugar de buscar al médico o al cura se llama al despenador para aplicar un golpe letal, a la rezandera y a una llorona. Hay en esa decisión mayor humanidad y menos demagogia que en judicializar la muerte digna e imponer leyes desatinadas.

Acotar la industria de la salud no es sencillo. La ceguera suele trasladarse de la farmacia a los confundidos familiares, que con menos temores y prejuicios podrían ponerse de acuerdo e influir para que el paciente, con su anuencia, fuese dormido y no sufriera más. Pero la familia, con un inequitativo reparto de obligaciones, insiste en una innecesaria, onerosa y prolongada sobreatención médica, tanto por el miedo a la pérdida cuanto por su desinformación para aceptar y soltar.