Opinión
Ver día anteriorViernes 18 de octubre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sacrilegio y consuelo
R

econstruía la escena cuando menos la deseaba. Diría que una sensación pecaminosa, desagradable, sacudía amoríos sobre mí al sentir la excitación de algo imposible, al llegar el recuerdo, como un punzón preconsciente, de aquella vez que escuché en la adolescencia la musical vida de Lope de Vega en boca del maestro de taller literario. Lectura que nos hacía sentir al personaje como yo mismo.

Pero al mismo tiempo, al reconstruirla obsesivamente, la revivía y la sensación de lo prohibido, lo pecaminoso, llegaba con la misma fuerza de antaño. Sin haber podido deshacerme de ella. Una cercanía y encuentros alucinados, fantaseados y una realidad distante y culpígena (la muerte de su hijo).

Recuerdo la escena que nos fue narrada como lo más putrefacto de un ser humano, como aquello a lo que llevaba la soberbia intelectual, que terminaba en la peor de las humillaciones, como monstruoso demonio, que nos rebajaba sin poder detenernos hasta el infierno, no tenía límites y era capaz de rupturas mentales, como roedor que se pierde en las cavernas de los hemisferios cerebrales y lanza sus antenas a un infinito inorientable que años después me enteré era el inconsciente freudiano, espacio sin origen, fuente de gozo y sufrimiento, nunca descifrado, más que parcialmente.

La escena llegaba con minucia exacta y precisa y evocaba el cambio profundo de Lope, el antiguo galanteador, el seductor incorregible y al mismo tiempo el místico en arranque de exaltación religiosa se ordenó sacerdote, cerca de los 60 años. Más ese mismo año comenzó un apasionado amor con la esposa del conde de Nevares, doña Martha, veinteañera de belleza excepcional, benefactora del convento, en plena época de la Inquisición. Lope que había conocido todo tipo de amores: legítimos, ilegítimos, adulterinos y doblemente adulterinos, le faltaban los amores sacrílegos y triplemente adulterinos, sorprendentes, para pasar de los mayores arrebatos místicos a los ramalazos furiosos de la pasión, la exaltación de la sexualidad, en la transgresión.

En el recuerdo contemplo una imagen de Lope vestido de sacerdote, acariciando a doña Martha, e identificado con él, penetro en el infierno de la lujuria, embriagado frenéticamente en un crescendo de orgullo subvertido, y mirada hacia el interior; en el rejuego del envilecimiento, Lope leyendo sus versos a Martha, alma llena de sensibilidad, nacida para la poesía y la música y el fuego; a la que cantaba así consolándose:

“Si vuestra merced hace versos,
se rinden Laura Terracina, Ana Bins;
Safo, la griega; Valeria, latina, y
Argentaría, española.
Si tomas en las manos un instrumento,
a tu divina voz e incomparable destreza,
el padre de la música, Espinel, se suspende atónito,
si escribes un papel en lengua castellana,
compites con lo mejor;
en donaire igualas a la gravedad,
y en lo grave a la dulzura,
y si danzas parece que con el aire te
llevas tras de sí los ojos...” esos verdes
ojos que lo habían arrebatado.

La escena se me quedaba en la conciencia, parada, ausente, envanecida, con un hueco de mí mismo, como si no fuera yo y sí fuera, el que entraba, desligado del mundo, poseedor de un yo nuevo, transgresor, lleno de jirones de recuerdos, asociaciones libres y voluntad de divagación, lanzado al fondo de los infiernos de la imaginación, reino de lo subjetivo y zona prohibida de lo establecido, repetición pero diferencia.