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Ver día anteriorDomingo 20 de octubre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El muro que no queremos ver
H

asta hace muy pocos años, México era un país de emigrantes que no se reconocía como tal. Fueron los centroamericanos en tránsito y el mal trato que recibieron, los que hicieron patente la cruda realidad, que éramos como ellos, que íbamos en masa a buscar trabajo a Estados Unidos.

Otro tipo de ceguera se da en el caso del muro fronterizo entre México y Estados Unidos. Hay que ir a verlo para tomar en cuenta su verdadera dimensión y tratar de pasarlo para tomar conciencia de que se ha convertido en una barrera casi infranqueable.

No obstante, el muro queda muy lejos del Distrito Federal y muy pocos mexicanos se han topado con él directamente. Por eso algunos políticos y funcionarios hacen como que no ven y no reconocen sus profundas y duraderas implicaciones.

En efecto, cuando se empezó a construir el muro en serio, allá por 1995, algunos académicos mexicanos opinaron que era ridículo y prácticamente imposible sellar una frontera de 3 mil kilómetros. Entonces se decía que el que crea que la triple barda va a detener algo, pues está en el mismo nivel en el que estaban los pueblos primitivos que ponían amuletos en las fronteras para evitar el paso de los espíritus del mal. Es un pensamiento mágico, no un pensamiento racional.

En efecto, empezaron con 35 kilómetros de barda y sellando las zonas urbanas que eran el lugar de cruce preferido, especialmente Tijuana. Y lograron desviar la ruta hacia lugares más inhóspitos y peligrosos. Ahora llevan cerca de mil kilómetros de muro y la reforma migratoria que se discute en las cámaras puso como premisa terminar su construcción y doblar el número de patrulleros fronterizos.

Ya no se puede hablar de una frontera porosa, es una frontera vigilada, aunque obviamente no está cerrada. Pero más allá del impacto que ha tenido el muro en los flujos migratorios subrepticios y en su disminución en los últimos cinco años hay otras implicaciones que es preciso analizar.

El muro es el resultado del fracaso de la política migratoria entre México y Estados Unidos. El resultado de echarse la culpa el uno al otro por décadas y nunca sentarse a negociar sobre el punto. El resultado de exigir a México que detuviera a los migrantes irregulares y que los mexicanos le dijeran al país vecino que ese no era su problema.

Finalmente, Estados Unidos puso manos a la obra, en 20 años avanzó de manera sistemática en el proyecto y selló los principales lugares de cruce. Falta bastante, pero el daño ya está hecho. En la frontera los mexicanos se topan con el muro día a día, un muro que separa y que de manera real y simbólica corta la comunicación, pone un gran signo de interrogación a una posible integración y tiene una lectura irremediable.

Los muros permanecen en el tiempo, son una medida desesperada, extrema y que pretende ser definitiva. Por el contrario, los controles, por radicales que sean, y las decisiones políticas son temporales, pueden cambiar, evolucionar, adaptarse.

Lo peor de todo es que la reforma migratoria que se discute tiene la solución a la mano y no requiere del muro.

El control del mercado laboral es la manera correcta, civilizada y eficiente de manejar la migración irregular. El problema es que Estados Unidos se ha aprovechado de la mano de obra barata e irregular por más de un siglo y ahora pretende solucionar de un plumazo, un proceso social y económico centenario.

Pero no sólo se trata de la migración. El muro le dice no a cualquier proyecto de integración en América del Norte. Llevamos más de 20 años de TLC y ni por casualidad se piensa en facilitar el tránsito y hacerlo seguro, eficiente y legal. Los tratados de libre comercio evolucionan hacia mercados comunes, la libre circulación, la apertura de los mercados laborales y la supresión de barreras fronterizas.

Ese proceso se dio en Europa. Empieza a darse en América del Sur, con la libre circulación (no se requiere de pasaporte, ni de visa) y se dan facilidades para obtener de manera casi inmediata la residencia, lo que permite trabajar.

Lo mismo sucedió con la Alianza del Pacífico. México inmediatamente liberó a Perú y Colombia del trámite de la visa, un requisito que había sido impuesto o sugerido por Estados Unidos.

El muro rompe de manera simbólica con una posible identidad común en Norteamérica. La construcción de América del Norte, más allá de la libre circulación de mercancías, pasa por un proceso identitario en formación. Ni España, ni los españoles se consideraban parte de Europa, ésta empezaba más allá de los Pirineos. Pero ahora son profunda y orgullosamente europeos.

Un muro entre vecinos significa el fracaso de la negociación y la decisión autoritaria de marcar una raya, de impedir el paso por la fuerza. Pero en este caso, ni siquiera hubo negociación. La migración laboral es un fenómeno controlable y manejable que beneficia a ambos países, a trabajadores y empleadores.

Se dejó ir una gran oportunidad. Pero todavía tenemos una segunda, la de negociar y cabildear, que no continúen con la locura de concluir el muro, por darle una oportunidad a la sensatez y a la política. La reforma migratoria con el sistema de control laboral (E-Verify) es la solución ideal. Si no tienes papeles en regla no puedes trabajar. Si no hay una identificación válida y verificable el empleador no puede contratar. Punto.

En México, cuando se hablaba de la frontera, se decía la línea, porque efectivamente era eso, una línea divisoria imaginaria que iba de mojonera a mojonera. Ahora, para estar de acuerdo con la realidad y no evadirla, habrá que hablar del muro divisorio.