Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 20 de octubre de 2013 Num: 972

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Marjorie Agosin:
Querida Ana Frank

Esther Andradi

El poeta viajero
Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Cees Nooteboom

La migración en la
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Raúl Dorantes y Febronio Zatarain

Migración, identidad
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De fronteras,
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Sandra Lorenzano

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Columnas:
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Ana García Bergua

Aprender ruso

Hace días soñé que una mujer de muy baja estatura me enseñaba ruso. En lo que esperábamos a otros alumnos, se paraba frente a mí en la entrada del salón de clase, sin dejarme pasar, y me iba pidiendo que repitiera palabras. Yo las repetía con gusto y cierta facilidad: eran palabras de sonidos siseantes y chisporroteantes; al decirlas sentía una alegría gustosa, como si saboreara un curioso banquete de palabras. Pero sólo las podía decir una vez; en cuanto terminaba de repetir cada palabra, la olvidaba. La mujer nunca regresaba a la palabra olvidada; pronunciaba otra, que yo repetía con gusto y, de nuevo, la sentía desaparecer adentro de mí, con tristeza. No sé cuántas horas repetí y olvidé las palabras de la maestra de ruso; el tiempo de los sueños es chicloso y a veces una experiencia de angustia o confusión que nos parece eterna dura en realidad un par de segundos. Mis compañeros de la clase soñada nunca llegaron. Nunca entré al salón, ni conservé las palabras aprendidas.

Más allá de las interpretaciones psicoanalíticas, los sueños siempre tienen para mí algo de mensaje misterioso o de novela de Graham Greene. Especialmente éste: pensé que la mujer de mi sueño podía ser mi madre, pues no era muy alta y en su juventud aprendió ruso, cuando trabajaba como secretaria en la embajada checoeslovaca para unos funcionarios que en su país de origen habían tenido los empleos más humildes y, según nos contaba ella, en las grandes recepciones contrastaban mucho con los grandes diplomáticos del resto de las embajadas. En el México de los cincuenta, mi madre pertenecía al mundo del otro lado de la Cortina de Hierro –la cortina existía también aquí, aunque no la viéramos–,  aprendía ruso, como hubiera podido ocurrir en una novela de Graham Green si aparte de todo hubiera sido espía, lo cual habría teñido nuestras vidas de emociones hitchcockeanas aunque del bando opuesto, que por suerte no vivimos. Por otra parte, para cuando mis hermanos y yo nacimos, ya no quedaba rastro de aquella vida suya en el aciago mundo de la Guerra fría; si acaso los ejemplares del Boletín de la URSS que le llegaban a papá en un muy buen español –los traducía, creo, una refugiada española–, ilustrados con fotografías en technicolor de películas para mí inimaginables. Sin embargo, de vez en cuando brotaba de algún rincón el cuaderno en el que mamá anotó con gran cuidado y aplicación sus lecciones de ruso, el alfabeto cirílico muy bien trazado, las equivalencias, misteriosas para mí, entre dibujos y palabras. ¿A quién le habría dicho aquellas palabras?, ¿habría usado alguna vez sus lecciones de ruso en alguna conversación a la mitad de un coctel de la embajada (¿gusta un camarón? Spasiva, tovarich)? Mamá ya no está en el mundo para preguntarle.

Si algo simpático tienen las lecciones de idiomas –tan distintas a la experiencia del que vive en otro país y no le queda más remedio que aprender la lengua como quitando piedras para poder caminar–, son esas conversaciones imposibles con ingleses, franceses o italianos teóricos. Mi hermana y yo aprendimos a decir en alemán que hoy mismo salíamos a Franckfurt, para ir mañana temprano a Hamburgo. “Luego me regreso a casa”, añadíamos. Nunca se lo hemos dicho a nadie, ni nuestras vidas son tan mundanas. Pero confieso que el ruso –y la ilusión de poder conocer, algún día, San Petersburgo– siempre me ha dado curiosidad (simple curiosidad: algún pedante diría que para poder leer a Dostoievsky y a Tolstói en su idioma o algo así; la verdad no llego a tanto y me conformo con leerlos bien traducidos). Un día, hace como cuatro años, busqué en Youtube clases de ruso; quizá, pensé, lograré hacer decir algunas palabras a unos rusos teóricos en alguna novela de espías. Encontré múltiples lecciones. Elegí una en la que una chica muy mona pedía a los alumnos virtuales del otro lado de la pantalla que repitiéramos los más sencillos, primeros, elementales saludos. No logré decir nada –además de sentirme bastante rara–, pues no entendía con qué parte de la boca o la garganta debía pronunciar las sílabas. Luego de algunos intentos infructuosos, lo dejé por la paz. Esa vez pensé que sin duda necesitaría un maestro presente, que me fuera guiando por los sonidos de las palabras, como la mujer de mi sueño. También, debo confesarlo, las olvidaba nada más decirlas, como si se cerrara la puerta de un salón al que nunca se logra entrar, como aquella casa enorme –¿se acuerdan?– de la embajada rusa.