Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 20 de octubre de 2013 Num: 972

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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

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El poeta viajero
Adriana Cortés Koloffon
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La migración en la
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Migración, identidad
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De fronteras,
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Sandra Lorenzano

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Orlando Ortiz

La cáscara guarda al palo

Hace algunos meses alguien me preguntó si los intervencionistas franceses habían civilizado a nuestros connacionales, cuando vinieron en apoyo al imperio de Maximiliano. Solicité que me repitieran la pregunta. Precisaron: seguramente fueron ellos o los estadunidenses los que trajeron la costumbre del baño, pues los indígenas son (eran) muy sucios. Confieso que no me dio un infarto tal interrogación, más bien me provocó una sonrisa amarga, pues reflejaba esa discriminación casi atávica que traemos a cuestas los mestizos (o, si se prefiere, los neomexicanos).

¿Cuál fue mi respuesta? La inmediata: que los perfumes franceses eran famosos desde entonces –incluso desde antes de ese entonces– precisamente porque servían para cubrir olores corporales acumulados por semanas o meses de hombres y mujeres que parecían súbditos ciegos de la conseja: “quien mucho se baña, la salud deja en el agua”, que traducida a nuestro humor de rurales raíces sería: “la cáscara guarda al palo”.

El arribo de los españoles, según parece, erradicó de los “incivilizados” gentiles del continente recién descubierto la nociva costumbre de limpiarse el cuerpo con agua, en los ríos, o en el temazcal. Los conquistadores, y sus mujeres, preferían prácticas más “saludables e higiénicas”, como limpiar sus cuerpos cada viernes de San Juan pero no con agua, sino con tuétano o manteca.

Si tomamos en cuenta que en la Antigüedad el baño era costumbre en Grecia, Roma, Egipto, etcétera, de inmediato salta la pregunta: entonces, ¿de dónde surgió el “sano” hábito de no tocar el agua ni con la punta de la uña? Porque tan sana costumbre data de la Edad Media o de antes. A propósito de este asunto, don Artemio del Valle-Arizpe relata que la ínclita Isabel la Católica juró que no se cambiaría de camisa mientras los árabes estuvieran en territorio hispano, en otras palabras, que lo haría cuando los moros fueran arrojados de Granada; al decir de algunos, cumplió su palabra al pie de la letra, pues la camisa que se quitó tenía tal color que a ella se debe la invención de llamar “isabelino” al color pardo. Una anécdota más, proporcionada por don Artemio, es la de que Margarita de Navarra, famosa por sus libidinosas inclinaciones –que seguramente culminaron en buen número de ayuntamientos–, acostumbraba lavarse solamente las manos cada semana; y no siempre, sólo cuando se acordaba de hacerlo. En este caso, pienso, debe suponerse que era extremadamente hábil en las lides amorosas, pues de otra manera la imaginación no me alcanza para pensar que hubiera galanes capaces de soportar el hedor que había bajo sus faldas. Y ya que por las faldas andamos, otra anécdota al respecto es que cuando Isabel II, hija de Fernando VII, fue desterrada a París, quiso hacerse unos chapines y llamaron a un afamado zapatero, mismo que se desmayó cuando la infanta levantó su falda para que el artesano midiera su pie. La terrible hediondez seguramente se localizaba en el pie y más arriba.

Recuerdo haber leído por aquí y por allá anécdotas similares de personajes de la aristocracia o de la nobleza de otros países europeos, no sólo de España, cuyo tufo debió ser insoportable porque eran enemigos del agua y el jabón. No es necesario ser un agudo pensador o analista para ver de inmediato las orejas de la causa de tal fobia: la religión católica que traían encima tales sociedades, no sólo sus gobernantes. Bañarse implica desnudez, y la desnudez conduce al pecado de la lujuria, la infidelidad, las relaciones sexuales extramaritales, y si no hay pareja a la mano con la mano basta y no es menos pecado. Lo interesante es que todo eso se daba en palacios, jacales e iglesias, según testimonian numerosos textos que van de lo humorístico a lo crítico, pasando por la crónica.

Cuenta don Artemio que en el siglo XIX mexicano, en Ciudad de México había baños públicos, algunos eran para hombres y mujeres (separados, porque entre santa y santo, pared de calicanto), y uno que era exclusivamente para mujeres, las cuales se bañaban desnudas y metidas en una reducida tina de madera, ignorando al bañero que les acarreaba el agua caliente o fría en cubos de madera. Creo que la Iglesia se hacía de la vista gorda y permitía que tan lascivas y promiscuas prácticas continuaran porque ella estaba más ocupada combatiendo a los herejes liberales que intentaban arrebatarles poder y canonjías, y lo que es peor: separar la Iglesia del Estado. Después de todo, el pecado de la carne no debe ser tan nefasto como pretendían.