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¿Fin o principio?

U

na bicicleta pasa a toda velocidad por Broadway con una enorme bandera en la que se lee Arrepiéntete. Regresa a Jesús. Un monje tibetano regala tarjetitas que ofrecen un camino para superar todo lo negativo. Un grupo de buenas intenciones trata de platicar con los peatones sobre los peligros mortales de los combustibles fósiles, otro pide contribuciones para niños en el mundo que no tienen qué comer, otro más para rescatar de la extinción a más animales.

Las noticias –por radio, periódicos, televisión, Internet, Twitter, Facebook– nutren el pesimismo y el temor (pero los anuncios invitan cada vez más a pan y circo). Todo parece indicar, incesantemente, que estamos cerca del fin del mundo.

La disfuncionalidad espectacular de Washington en estas últimas semanas comprobó que no tiene ni idea de cómo resolver los grandes problemas de fondo que padece el país más poderoso. Peor aún es que el acuerdo político no fue para generar empleo, elevar sueldos, invertir más en educación e infraestructura o abordar el cambio climático, sino para evaluar cómo reducir aún más el gasto social para controlar el déficit y la deuda.

Algunos afirman que estos son síntomas del fin del imperio estadunidense. Chris Hedges, periodista premio Pulitzer, corresponsal de guerra para los grandes medios y ahora crítico furioso de una cúpula política y económica dedicada a empeorar la vida de las mayorías, escribió en su artículo en Truthdig que “los últimos días de imperio son carnavales de locura. Estamos en medio del nuestro, cayendo hacia adelante mientras nuestros líderes invitan a la autodestrucción económica y ambiental. Sumeria y Roma cayeron así, como también los imperios otomano y austro-húngaro. Hombres y mujeres de mediocridad asombrosa encabezaban las monarquías de Europa y Rusia en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Y Estados Unidos ahora, en su propio declive, ha ofrecido su elenco de débiles, tontos y retrasados para guiarlo a la destrucción… Si tuviéramos alguna idea de lo que en verdad nos está pasando… nos habríamos amotinado”. Advierte que nuestro colapso se llevará a todo el planeta.

Pero tal vez es el fin sólo de ese mundo. Si uno evita el torrente de noticias sobre las últimas tragedias y horrores que, por alguna razón, se ofrecen con enorme gusto, de repente se asoman otras cosas.

Algunas son cotidianas: maestros que educan al próximo Martin Luther King o Albert Einstein, o a los poetas de la próxima generación, a pesar de las reformas que tienen el propósito de aplastar la dignidad, la imaginación, la belleza y casi todo lo noble (eso no cabe en un examen estandarizado ni genera lana para las empresas y financieros detrás de estas reformas).

También hay, todos los días, música subterránea que rompe con su belleza lo gris de lo que nos prometen los expertos sobre el fin del mundo. De pronto aparece un reggae tocado por un grupo que durante el día labora en construcción; unos músicos veracruzanos que rescatan su identidad, y por ello, la de todos, con sus bandas de pueblo después de que laboran 12 horas lavando coches; tambores árabes o africanos en parques, que invitan con sus ritmos antiguos a festejar el ahora, y de ahí, el mañana.

Más allá de eso, hay iniciativas para juntar a personas –el acto más básico de la civilización humana– para contarse cuentos, guardar la memoria colectiva, intercambiar experiencias, defenderse y conspirar en crear otro futuro. Eso ocurre en los campos de Florida con la Coalición de Trabajadores de Immokalee, en los sótanos de iglesias en Sunset Park, Brooklyn, en centros de cultura y educación popular en las montañas de Tenesi (el Highlander Center), como a través del hip-hop radical en las calles de este país, entre otros.

Hay múltiples luchas y acciones en contra del fin del mundo por todo el país, desde las recientes acciones directas de inmigrantes y sus aliados en Arizona y San Francisco para físicamente detener deportaciones como las de los jóvenes indocumentados que desafían a las autoridades de migración gritando indocumentado y sin temor, y, por otro lado, un creciente movimiento, cada vez más amplio y resuelto, contra la construcción de oleoductos y la extracción de petróleo por el método de fracking. También hay iniciativas locales contra la violencia entre jóvenes en las calles de Chicago, o esfuerzos sociales por recuperar vivienda para los que perdieron sus casas en la crisis hipotecaria.

A la vez, hay un fenómeno de largo plazo para construir bases económicas que buscan evadir el modelo económico bajo control de Wall Street. Gar Alperovitz, profesor de economía política en la Universidad de Maryland, comenta que, ante la aceleración de la desigualdad económica que está poniendo en jaque la vida democrática del país, “el creciente dolor económico y social está produciendo condiciones de las que varias nuevas formas de democratización –de propiedad, riqueza e instituciones– empiezan a surgir”.

Hoy día, unos 130 millones de estadunidenses son miembros de cooperativas de consumo, producción y crédito, y más de 10 millones participan de alguna manera en empresas propiedad de los trabajadores. También hay miles de empresas sociales manejadas de manera democrática para ganar dinero y cumplir con un propósito social más amplio de renovación comunitaria, desarrollo sustentable y redistribución de riqueza, reporta un artículo en The Nation.

Alperovitz señala que hay iniciativas que establecen redes de producción y consumo, y también de apoyo mutuo. Por ejemplo, el sindicato siderúrgico USW, el de servicios SEIU y la Corporación Mondragón del País Vasco –modelo integrado de múltiples cooperativas y más de 80 mil personas– anunciaron una campaña para ayudar a generar empresas cooperativas sindicales de propiedad de sus trabajadores en Estados Unidos.

Tal vez otro mundo no sólo es posible, sino que ya se está construyendo.