Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de noviembre de 2013 Num: 974

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Las cartas españolas
de Freud

Ricardo Bada

La maleza de
los fantasmas

Ignacio Padilla

En los mapas
de la lengua

Juan Manuel Roca

Expedición cinegética
Luis Bernardo Pérez

Giselle: amor,
locura y exilio

Andrea Tirado

Vinicius bajo el
signo de la pasión

Rodolfo Alonso

Dos poemas
Vinicius de Moraes

Meret Oppenheim,
la musa rebelde

Esther Andradi

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
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Cinexcusas
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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Pianistas de cine

Según cuenta el investigador, poeta y novelista Ángel Miquel en su libro Por las pantallas de la Ciudad de México (Universidad de Guadalajara, 1995), las primeras funciones de cine, más cercanas a las del circo, venían acompañadas por números de vodevil, zarzuela o ilusionismo. En efecto, las “vistas” fueron una curiosidad, hasta que el perfeccionamiento de la técnica permitió narrar pequeñas historias, a las que desde el principio acompañó la música, ya fuera con orquesta, como si fuese un espectáculo de ópera, o con el piano solitario que tocaba partituras clásicas: una de las primeras, se dice, fue de Debussy. Tardaron en aparecer las partituras escritas ad hoc para la película, como ocurrió con El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith, que llegó a los cines con su propia música. Pero muchas veces –y otras tantas lo hemos visto en películas modernas– los pianistas improvisaban, en una especie de creación paralela a la trama de las imágenes. En su libro más reciente En tiempos de la Revolución (UNAM, 2013), sobre el cine en la capital entre 1910 y 1916, Miquel nos lanza otra pista sobre el tema, hablando del antiguo Cine Palacio: “Desde el día de la inauguración fue contratado el pianista Jesús Martínez, ‘notable por su original manera de improvisar la música adecuada a los asuntos que se proyectan’, mientras en los intermedios se escuchaban intervenciones de pequeñas orquestas, marimbas y cantantes.” Busco a Jesús Martínez en internet y aparece un compositor y pianista llamado José de Jesús Martínez, muerto en un asalto de las tropas zapatistas al tren en que se dirigía a Cuernavaca en 1916. ¿Sería el mismo?

Para nosotros, espectadores de cine parlante desde siempre, el cine mudo tiene algo de misterioso y conmovedor, un dígalo con mímica entre exagerado e inocente, al punto de que uno piensa: mira, gente de los años veinte (o diez), actuando. Por eso, la música resultaba indispensable al cerrar el círculo de la percepción. ¿Y qué harían los antiguos pianistas de cine? ¿Sentirían entusiasmo por acompañar a esta nueva e inusitada narrativa o considerarían su labor como un “hueso” puramente alimenticio? Sabemos que el gran narrador uruguayo Felisberto Hernández vivió durante años de tocar en los cines mientras proseguía sus estudios como concertista, y que el piano le inspiró algunos de sus primeros cuentos. La oscuridad del cine y el reflejo de la pantalla debían dar a la interpretación del instrumento un aura secreta y onírica, propicia a la fantasía, como si el pianista de cine mecanografiara los sentimientos de la película, traduciendo para el espectador el subtexto anímico que la ausencia de sonido impedía transmitir. O quizá soy yo la que sueña y muchas de aquellas interpretaciones padecerían la mediocridad de tantos “amenizadores” de restaurante, como en esta cita que reproduce Miquel de uno de los primeros cronistas de cine, Rafael Pérez Taylor, quien con el seudónimo de Hipólito Seijás colaboraba en El Universal y en 1917 se lamentaba así: “¿Y qué dirá el cronista de cines de los pianistas neurasténicos que lo destantean de su labor? A veces escucha algo parecido a una sonata: se cambia, repentinamente, por un final de abracadabra. Todo esto, queridos lectores, ahuyenta la inspiración y hace se pierda el hilo del asunto.”

Qué difícil sería imaginar este ambiente si no hubiésemos podido ir a la Cineteca Nacional en este mes de octubre a ver el ciclo de las películas mudas del gran Alfred Hitchcock magníficamente restauradas, algunas de ellas acompañadas al piano por la excelente pianista Deborah Silberer, quien ha creado ya una trayectoria en este género de improvisación musical, muy distinta de otras improvisaciones, como el jazz. Aquí revivimos la experiencia antigua del cine como un enorme cuadro de acción silente, pespunteado por unas creaciones musicales bellísimas que dialogaban con la acción o traducían la narrativa fílmica a movimiento armónico. En las improvisaciones de Silberer, presente en otros ciclos de la Cineteca, hay ecos de su repertorio como instrumentista: Bach, Mussorgsky, Prokofiev, Rachmaninof, a veces animados con ritmos de ragtime o la melancolía del stride. De alguna manera, poder ver las películas mudas como el público de su época es hacerlas de nuevo nuevas y presentes, entender la mente del antiguo espectador, tiempo recobrado y a la vez recreado con una nueva sensibilidad. Estoy segura de que a Hitchcock le hubieran encantado.