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Ver día anteriorLunes 4 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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hora resulta que el asunto con Sixto Rodríguez es la fama. Como fenómeno social, es incluso emocionante el oscareado documental Buscando a Sugarman (Searching for Sugar Man, 2012) de Malik Bendjelloul, un sueco que se puso abusado en pos de la extraña pista sudafricana de un trovador de Detroit que, como lo pondría la crítica en inglesa hacia 2008, era el prototipo del artista que olvidó la fama. Lo cual era parcialmente verdad, pues en ciertas periferias anglosajonas Rodríguez tuvo público, y dio conciertos en salas pequeñas de Australia y Nueva Zelanda en 1979 y los años ochenta. No solía tener banda, tocaba con los locales, como lo hace en el documental, y ha seguido haciéndolo ahora que es al fin famoso y realiza giras en Gran Bretaña y los países mencionados; en cada lugar lo esperan una o varias bandas para darle al talón. Sin muchas vueltas, Rodríguez es un eficaz flautista de Hamelin para los que saben escucharlo. Súbete a mi música, y de ahí salta conmigo.

Fue lamentable que el fracaso comercial truncara su carrera creativa apenas salido su segundo álbum, Coming From Reality (1971), pero eso no lo detuvo para ser quien era, un hombre trabajador interesado en el destino de la gente, un animal social. Su escena siempre fue de protesta. Hacia 1980 en Sydney, por ejemplo, alternaría con una banda que devino grande, y muy política (de las pocas que deveras), Midnight Oil, la cual con su hit Beds are Burning (1987) confrontó a los australianos con su culpa ante el exterminio de los pueblos originarios del continente. Rodríguez se acababa de recibir en filosofía en la universidad de Wayne y aspiraba a representar a sus conciudadanos en el cabildo de Detroit.

Pero la aventura sudafricana, que llega a su clímax con su visita en 1998 al país donde fue héroe por décadas, resulta fascinante. Nación dividida y aislada durante la primera globalización del pop iniciada en los 60, en la era bipolar del siglo XX, Sudáfrica era un Estado paria, atrapado en el Apartheid y un brutal régimen blanco protofascista, donde la libertad era un sueño guajiro. Para la población negra en primer lugar, pero también para los blancos de herencia británica y holandesa, los afrikaaner, cuya juventud en la década de 1970 también quiso libertad, igualdad, justicia, y le plantó cara a la represión. Es la Sudáfrica que tan bien retratan las novelas de Nadine Gordimer, la de los arduos encuentros entre la izquierda blanca y la resistencia de los africanos originarios.

Rodríguez prende de manera inesperada entre aquellos blancos en aislamiento, años luz todavía de la era Mandela. Les habla de mota y sueños, de libertad sexual, se mete con el Papa y los gobiernos, profesa la ironía y el sarcasmo en rebelión (las mismas armas que inspiraron a los poetas polacos y húngaros de los tiempos nazis y soviéticos). Estaban bajo las botas de una dictadura, aunque fuera la de sus padres.

Lo que hace vitales sus canciones es precisamente lo mismo que le impidió venderlas en las metrópolis. Ahora que se acuerdan de él todos los que lo trataron durante su breve periodo en la industria, nos enteramos que Neil Bogart, dueño de su disquera, se espantó con unos versos de Rodríguez que podían provocar protestas y boicot de los católicos en Estados Unidos: Debido a que perdí mi trabajo dos semanas antes de Navidad/Y hablé con Cristo en el caño/El Papa dijo que no era su maldito negocio/Mientras la lluvia bebía champaña (Cause). Por su parte, Sugar Man es una versión detroyana del dealer al que cantaba Steppenwolf como vendedor de dulces sueños y no mala droga en The Pusher (1968).

La juventud sudafricana cantó en masa, a la par de los Beatles, “barcos mágicos de plata traes, jumpers, coca y dulce Juana”, algo muy subversivo para esos tiempo y lugar. Como revelan uno tras otro los testimonios sudafricanos de Buscando a Sugarman, en Ciudad del Cabo y Johanesburgo sus escasas 25 canciones (grabadas entre 1968 y 1973) proliferaban en grabaciones pirata eludiendo la directa censura de la policía, y son fundamentales en el soundtrack de sus vidas. De tal modo, el cancionero de Rodríguez –esos bellos poemas de amor y rabia– cumplió su cometido al inspirar la lucha por la libertad de cientos de miles de sudafricanos en los años peores.

Se le puede asociar a otros memorables fracasos de poetas folk, como Nick Drake y Phil Ochs, en pero él no se autodestruyó. A diferencia del tormento y la depresión del primero, y la derrota existencial de Ochs, que no logró ser el bardo de la Revolución, Rodríguez encontró vida después del rock. Aunque las leyendas urbanas en Sudáfrica lo daban por suicidado, a juzgar por los efectos la victoria sudafricana también fue suya. En su primera gira a Ciudad del Cabo en 1998, y las subsiguientes, Rodríguez encontró auditores repletos de gente que coreaba sus composiciones, que lo quiere y admira desde siempre, en deuda con su música y sus versos. Y él, ni enterado.