Opinión
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Al paso de los días
C

onocí a Óscar González en 1966. Desde ese primer encuentro, hubo entre nosotros un diálogo que no necesita explicaciones. Plática ininterrumpida, a pesar de largos periodos sin vernos: retomamos el hilo de la conversación como si las últimas palabras intercambiadas lo hubieran sido apenas unas horas antes. Acaso porque en el fondo hablamos, a través de anécdotas y asombros, del tiempo. No de su paso, del nuestro: ¿no somos nosotros quienes pasamos?

Desde el primigenio Poema de Parménides, la poesía es asombro de ser. Variaciones sobre el tiempo, lo efímero y lo eterno, mismidad y otredad. El poeta, el verdadero, tan raro, ve el mundo como si fuese el primer día de la creación. Descubre, se sorprende, busca la palabra exacta, la escucha y da nombre a la visión revelada a sus ojos, la aparición que lo mira y donde se mira.

Durante los casi 50 años que llevo de conocer a Óscar, nunca le he visto un asomo de hastío. Su entusiasmo sigue siendo el del niño que descubre, maravillado, el mundo: lo mismo el vuelo de una mariposa, las palomas de la plaza San Marcos en Venecia, Los discípulos de Emaús, un huipil bordado, un trozo de papaya, el laberinto de callejuelas en Argel, una brizna de yerba que nace del cemento.

El poema que abre su primer libro, Tiempo adentro (1970), se titula Premonición. Y, en efecto, es visionario y profético. A lo largo de los años, Óscar González ha cumplido con esas predicciones en su vida y en su obra. El poema respira un enigma que toca algo esencial, una revelación que nos concierne, invoca y conmueve.

A esa edad, cuando los dados ya se arrojaron al tapiz, pero no los sueños, nos repetíamos, adolescentes, versos memorizados sin esfuerzo por el placer puro de escucharlos a nuestro antojo. Nunca volveríamos a leer la poesía con esa pasión. Nos apropiábamos de las palabras, de su ritmo, de su sentido: éramos los autores. Si de nuestra parte hubo algo cercano a la escritura colectiva se dio en esas noches en vela, ensombrecidas por las esperanzas asesinadas en 68, cuando escribíamos en voz alta versos de los otros, Gorostiza, Sabines, Huerta o Paz. Premonición hacía su aparición al filo de la madrugada, con la voz de Ignacio Hernández. Aspirante a poeta como los otros jóvenes, Nacho poseía una vocación teatral. Escucharlo recitar este poema de Óscar removía algo profundo que nos hacía gravitar, como los astros entre ellos, en esa lejanía cercana donde todo es posible.

A la edad de quince años,
Camino de Patmos y Corinto,
Llevaba una imagen adormecida
bajo el brazo.

Eran las pulsaciones de mis pasos
Premonición de asombro…
Y no dejaba que mis palomas…
Se fugaran con sus ritmos alados.
Unas pudieron irse
Y anidaron en los techos blanqueados
De Corinto, cuyas ventanas dan
al mar…

Salvador Elizondo me señaló en ese entonces los vasos comunicantes de este poema con El cementerio marino, de Valéry. Escribió de ello. Son las mismas palomas que caminan en los techos tranquilos del Mediterráneo.

Más de 40 años después, leo un nuevo volumen de Óscar, Al paso de los días, que reúne poesía, ensayo y prosa. No es un retorno a los orígenes porque nunca los ha dejado a lo largo de siete libros de poesía. Si alguien ha sido fiel a su infancia, como lo es el poeta, es Óscar González: de su poesía emana asombro y nos revela nuestras propias visiones. Descubrimiento perpetuo de lo desconocido que tenemos enfrente.

Anahuacalli, Mortaja y Epitafio son tres de los poemas que incluye Terrae Nulius, volumen estricto, cuya publicación bilingüe (español y francés) está en marcha. Con estos poemas, Óscar accede al barroco, el de la perla pura, ahí, donde el sesgo de lo imprevisible sorprende al mismo azar.

La desaparición se troca en una nueva epifanía:

Salir de aquí
sin peso
embalsamado en aire
y ondas de luz
mortaja transparente…
abierto día solar.

Óscar González estará presente en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara. En la algarabía, la voz del poeta es fragor que hace a su alrededor el silencio.