Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de noviembre de 2013 Num: 977

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El Premio FIL a
Yves Bonnefoy

José María Espinasa

Artigas en el cuarto
de los espejos

Alejandro Michelena

El asesinato de
Roque Dalton

Marco Antonio Campos

Cambio de armas
Esther Andradi entrevista
con Eva Giberti

La aventura artística
de Philip Guston

Eugenio Mercado López

Philip Guston,
del muralismo
al cartoonism

Gonzalo Rocha

Diego y Frida,
una pareja mítica

Vilma Fuentes

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


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Jorge Moch
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Drama Queen

Un 24 de noviembre como hoy pero en 1991, fallecía, después de una larga, secreta agonía, el músico zanzibareño –británico por naturalización– Farrokh Bomi Bulsara, a quien las huestes roqueras adolescentes de los años setenta y ochenta conocimos mejor como Freddie Mercury, voz y rostro de la banda inglesa Queen y posiblemente uno de los cantantes de rock y pop más versátiles en la historia de la música moderna. Su agonía fue secreta como secreta fue su enfermedad hasta dos días antes de su muerte, en que después de multiplicadas especulaciones mediáticas se animó a declarar públicamente que padecía el Síndrome de la Inmunodeficiencia Adquirida, el temido VIH-SIDA, entonces ya por diez años instalado en el pensamiento común como una suerte de flagelo divino que castigaba con terribles padecimientos físicos pero también sociales, porque causaba repulsa inmediata hacia el enfermo, su segregación y confinamiento al ser enderezada una absurda condena moral para varones abierta y activamente homosexuales: hacia mediados de la década de 1980 el sida era en el ideario colectivo absurdo e históricamente homofóbico de los mexicanos, “la enfermedad de los maricones”. La muerte de Freddie Mercury situó la pandemia en una perspectiva que hasta entonces la adolescencia y el oscurantismo imperante habían mantenido, para muchos chavos clasemedieros y pequeñoburgueses, entre velos y sombras de las que increíblemente, veintidós años después, no acaba de salir.

Según el Centro Nacional para el Control y Prevención del VIH-SIDA (Censida), creado en 1986, en México hacia fines de 2011, cifra que necesariamente debe ser actualizada después de dos años ya, padecían sida 153 mil 109 pacientes. Si bien las terapias antirretrovirales revolucionaron las perspectivas de vida de pacientes con sida y la tasa de mortandad se sigue manteniendo entre 4.3 y 4.8 fallecimientos por cada cien mil habitantes, también es cierto que la distribución por parte del Estado de esa clase de medicamentos es deficiente y tiene visos de empeorar: las políticas socioeconómicas de los sucesivos gobiernos derechistas del PAN y el PRI no parecen contemplar como prioritaria la adecuada y puntual atención por parte de los servicios sanitarios estatales a enfermos y portadores del virus. Aún más: las campañas de profilaxis, prevención y educación en materia sexual enfrentan resistencias atávicas y prejuicios fundamentados en ambigüedades moraloides y no en argumentos de prevalencia pública. Existen refugios para enfermos de VIH-SIDA, como Las Memorias, en Tijuana, que operan gracias a la conmiseración de benefactores particulares, a menudo parientes cercanos de víctimas fatales de la enfermedad, y al coraje de los mismos internos que los sostienen ante la indiferencia de la autoridad sanitaria municipal, estatal y federal.

El primer registro oficial de un caso de VIH-SIDA en México data de hace exactamente treinta años, de 1983. Las carencias en educación e información sobre la enfermedad son evidentes y eso no sucede sin el decisivo ingrediente de indolencia de los medios masivos. En la televisión mexicana sigue siendo cosa común la homofobia disfrazada en sketches vulgares e idiotas y en otras variantes de humor presunto donde al varón homosexual se lo tipifica y ridiculiza constantemente. Una cultura de prejuicio y banalización como la que preconizan veladamente las televisoras, a saber con qué conexiones hacia la agenda más recalcitrante del conservadurismo políticamente activo –allí el clero católico, sus satélites empresariales o hasta turbias organizaciones de corte neofascista como El Yunque, Pro Vida (o como se llame ahora el feudo aberrante de Jorge Serrano Limón) o la filonazi México Despierta– difícilmente apunta a la concientización del público: una juventud despojada del derecho a ser informada sobre su propia salud sexual y reproductiva por un Estado paternalista pero al mismo tiempo oscurantista y refractario. ¿Cuántos funcionarios abiertamente homosexuales conocemos? ¿Cuántos personeros del gobierno, líderes empresariales, secretarios de Estado vemos en la defensa de los derechos de los enfermos de VIH-SIDA? Pocos o ninguno.

Tres décadas y cinco presidentes después del primer registro de la enfermedad en los anales del sector salud seguimos en el subdesarrollo en materia de prevención y sobre todo de intensidad informativa sobre el VIH-SIDA. Y siempre será posible que el gobierno en turno, con todo y sus taras y carencias, se decida a hacer algo de veras al respecto.