Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Alto rendimiento

V

iajaba en el fondo del autobús, siempre con la vista al frente y preguntándome cómo haría para abrirme paso entre tantas personas igual de presionadas por el tiempo. Imaginé que éramos como los atletas de alto rendimiento para quienes una milésima de segundo puede significar la gloria o la derrota. En mi caso el triunfo era presentarme a tiempo en mi trabajo; la derrota, verme ante las puertas de la fábrica cerradas y quedarme sin un día de salario.

El chofer frenó violentamente a media calle. La mujer que iba a mi lado formuló una pregunta general: Ese bárbaro ¿irá a subir pasaje? Nos vamos a asfixiar, contestó un hombre que llevaba una trompeta bajo el brazo. Miré hacia la puerta. En el nuevo pasajero que ofrecía bolígrafos y distintivos reconocí a mi tío Rafael. A pesar de los dos años sin verlo no me cupo duda de que era él. Nadie, entre las personas que conozco, tiene esa desviación de los hombros que lo hace parecer jorobado. Me sentí su cómplice porque, entre todos los pasajeros, sólo yo sabía que esa deformidad era consecuencia de una caída.

En las reuniones familiares mi tío acostumbraba describir al detalle el accidente sufrido en su adolescencia. Al final de su relato, hinchaba el pecho y se metía los pulgares en el cinturón: Pude haberme matado. Eso era suficiente para que mi tía Concha lo admirara como si su esposo fuese el sobreviviente de un naufragio y no el contador en una fábrica de pinturas. Su empleo, que le daba un sueldo regular y prestaciones, hacía que lo consideráramos el rico de la familia.

II

La expresión de mi tío Rafael en el momento de reconocerme fue causa de mi distracción en el trabajo y de las burlas de mis compañeras. No me atreví a decirles la verdad y durante el resto de la tarde pensé en la cara que pondría mi madre cuando supiera que su hermano predilecto era uno más de los vendedores ambulantes que forzados por la miseria atestan la ciudad.

La noticia iba a inquietar a mi madre, pero a cambio de eso le evitaría seguir pensando que su hermano rechazaba las invitaciones a nuestra casa por desafecto repentino o por algún malentendido. No me equivoqué. La revelación tuvo un doble efecto sobre mi madre y la llenó de dudas. Podía entender que su hermano Rafael, a los 65 años y con una pensión de 2 mil 300 pesos, tuviera que dedicarse al comercio callejero. En cambio le resultaba incomprensible que él lo ocultara, a menos que estuviera involucrado en algo extraño o turbio. Hoy, nunca sabemos nada.

La imposibilidad de entender el silencio de su hermano le inspiró reproches. ¿Cómo era posible que, habiendo sido tan unidos, él de pronto se portara con ella como si fuera una extraña? Para evitar que siguiese sufriendo, mi padre le sugirió que, en vez de torturarse, hablara con su hermano: Pero sólo con él, porque Concha es tan distraída que nunca sabe nada.

Mi madre estuvo de acuerdo y se acercó al teléfono para llamar al tío Rafael pero enseguida desistió. Su hermano estaba decidido a ocultar su nueva condición y buscaría cualquier pretexto para rehuir el tema. Era mejor presentarse en su casa sin previo aviso bajo el clásico pretexto de que: Mi hija y yo andábamos por el rumbo y como hace tanto tiempo que no los vemos, quisimos venir a visitarlos.

III

Al domingo siguiente mi madre pronunció esas palabras ante la expresión asombrada de mi tía Concha que, de pie junto a la puerta entreabierta, parpadeaba como si quisiera aclararse la vista para reconocernos. Al fin se mostró hospitalaria: Pasen. Rafa no tarda en llegar. Corrió a mover los periódicos acumulados en los sillones de la sala, nos ofreció asiento y un café: De seguro vienen con frío.

Mi madre dedicó unos minutos para hablar de cómo ha cambiado el clima. Mi tía Concha estuvo de acuerdo en que nunca se había visto que lloviera en noviembre. Se quejó porque el exceso de agua había dañado sus macetas y le impedía a mi prima Aurora visitarla por las tardes como antes. Pronunció las dos palabras –como antes– entre suspiros, con añoranza y evitando mirarnos.

¿A dónde fue el pata de perro de mi hermano?, la interrumpió mi madre. Mi tía Concha tardó en responderle: Salió. Fue aquí cerquita a ver a unas personas que tienen un negocio. Le pedí que regresara pronto. En la tarde de seguro llueve.

Por su forma de actuar comprendí que mi tío Rafael no le había mencionado nuestro encuentro en el autobús y que su aturdimiento se debía a la decisión de seguir las instrucciones de su marido: mantener oculto el trabajo que había emprendido a la edad en que otras personas jubiladas en mejores condiciones que las suyas se dedican a descubrir nuevas posibilidades.

IV

Durante una hora sostuvimos una conversación deshilvanada y nerviosa. Cuando mi tía Concha nos ofreció el segundo café mi madre dijo que no quería seguir causándole molestias. Ella lo interpretó como una despedida y se puso de pie:

Les diría que se queden a comer pero hoy no he cocinado. Pensé que a lo mejor las personas a las que Rafael fue a visitar lo invitarían. Luego así me hace: sale, me dice que no tarda y al final viene llegando a las quinientas. He llegado a pensar que tiene otra mujer, agregó en tono de broma, pero con un dejo de inquietud en la voz.

Sospeché que mi tío también le ocultaba a su esposa su actividad de vendedor ambulante. De ser así, tal vez él deseara mantenerse ante su compañera de toda la vida como un hombre seguro y triunfador, digno de la admiración que le despertaba contándole al detalle su remoto accidente juvenil. Pude haberme matado.

Sonó el teléfono y mi tía Concha se apresuró a responder. Sonriente, cubrió la bocina con la mano y nos miró: Es él, Rafa... Luego habló con él: ¿Sabes quiénes vinieron a visitarnos? Mi sobrina y tu hermana. ¿Te la paso?... No. ¿Ves? Te dije que cargaras la batería pero no me... Bueno, bueno... Colgó entre desolada y maternal: Como siempre, se le terminó la batería.

Era inútil seguir esperando. Mi madre se levantó y le arrancó a mi tía la promesa de cenar con nosotros al domingo siguiente. Por mí, encantada; pero Rafa, desde que se jubiló, tiene más compromisos que nunca. Le pedí a mi tía permiso para usar su baño. Ella se ofreció a ir conmigo para encenderme la luz porque la instalación eléctrica estaba muy mañosa. Al encender el foco me murmuró al oído: No le dijiste ni una palabra a tu madre, ¿verdad? Me mostré extrañada: ¿Nada? ¿De qué? De las plumas que Rafa vende.

No tuve que responder porque mi tía Concha siguió hablando de prisa: Rafa cree que no sé adónde va ni qué hace cuando sale. Pero finjo que lo ignoro para que no se sienta mal, para que no piense que lo veo de menos. A veces, cuando llega, me le pongo brava y le hago escenitas de celos... Al oírme, cree que logra engañarme y es feliz.