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Nosotros ya no somos los mismos

Frenético homenaje a Nely Miranda

Los hijos de Sánchez, texto obsceno, difamatorio, subversivo y antirrevolucionario

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La nadadora Nely Miranda, durante una premiación en los Juegos Paralímpicos de Pekín, el 17 de septiembre de 2008Foto Conade
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inopsis obligada: en la entrega del folletín anterior, informamos del insólito caso de una joven nadadora de nombre Nely Miranda, que de 2006 a la fecha ha cosechado (así dicen los cronistas de deportes, en metáfora que los rebasa) algunos trofeos: en 2006 es seleccionada para competir en el campeonato nacional de natación del año siguiente, en el que participó siendo una absoluta novata y razón por la cual únicamente pudo conseguir tres medallas de oro y dos de plata. De allí en adelante Nely se encarreró (pese a ser nadadora), y en los Juegos Paralímpicos de Pekín ganó dos medallas de oro y rompió una marca establecida hacía más de 13 años. En el mundial de natación de Montreal, ganó otras tres medallas de oro y, de nueva cuenta, impuso otra marca. El pasado martes 12 de este mes, se hizo merecedora, por segunda vez, del Premio Nacional del Deporte. Si aquí terminara mi relato, estoy convencido de que habría conseguido provocar en quien leyera la columneta, un evidente sentimiento de admiración hacia Nely, tal como me sucedió a mí, pese a que soy absolutamente alérgico a todo esfuerzo físico (con placentera excepción), sobre todo si es voluntario. Pero resulta que mi frenético homenaje no es precisamente a la deportista multicampeona, sino a la mujer que se ha aferrado, con voluntad y empeño ejemplar, a desarrollar intensamente una actividad deportiva para dar a su existencia razones suficientes para vivirla, pese a condiciones extremas, a plenitud. Nos relata Juan Manuel Vázquez: en 2000, Nely, quien era cajera de un banco, al salir de su trabajo tuvo un accidente que la hizo rodar 17 escalones. Duró 11 días inconciente y, al despertar, enfrentó la dolorosa noticia: jamás podría volver a caminar. Su reacción fue inusitada: si ya no tengo mi vida anterior, debo empezar otra, decidió. Y así lo hizo. Pero cuando empezaba a adaptarse a sus nuevas condiciones, como secuela del accidente sufrido, le sobrevino un problema cerebral que no únicamente nulificó los avances alcanzados, sino que la llevó al extremo de sufrir, por segundos, una muerte clínica. El diagnóstico no podía ser peor: sus extremidades superiores e inferiores, habían quedado inutilizadas para siempre. Nely pidió una última oportunidad: intentar en el agua lo que en la tierra le estaba negado. Era 2006. Para 2008 había ganado el Premio Nacional del Deporte y, de ahí pal’real, agréguenle toda la retahíla de éxitos que arriba he mencionado. ¿No es verdad que si la lista de los triunfos alcanzados, mueve inevitablemente a la admiración y el reconocimiento, el conocer la historia completa conmueve y estruja? En mi caso, dado que soy un culpígeno doctorado ( summa cum laude), llevo días pensando en que, con 10 por ciento del carácter y la voluntad de Nely, que yo tuviera, hasta a escribir hubiera aprendido.

El párrafo que sigue me originó demasiadas dudas. Ciertamente, en vez de estar exhumando noticias con olor a queso roquefort podría, por fin, hacer un comentario oportuno. Pero lo oportuno suele ser pariente de lo oportunista y confieso que si no soy lo uno, tampoco lo otro. Además, ya todos lo dijeron todo, y con mucho más conocimiento de datos y conocencia de la persona. ¿Vale la pena que interrumpa la saga de mexicanos ilustres que estoy cronicando, para sumarme a los justísimos reconocimientos a la mexicana del momento? Al final pensé: se trata de una persona que cubre con creces los requisitos que le he impuesto a mis relatos: nacionalidad mexicana (y de la que no es por casualidad, sino por propia voluntad). Mujer destacadísima (hoy, y desde hace tiempo, en la cresta de la ola) y de una juventud que supera a los conscriptos de la clase 1995, del Servicio Militar Nacional. Lo decidí: voy a decir, yo también, aunque sea llover sobre mojado, dos o tres cosas de doña Elena Poniatowska. Corría el año del Señor de 1965. La mentalidad del pleistoceno, la fobia intelectual, el autoritarismo que gobernaba el país, anticipó la insania que estallaría brutal años después, aquel fatídico 2 de octubre. Fue ese año cuando, azuzado por algunos orgánicos de la época (especie de vampiro hematófago, cuya existencia es muy anterior a la fama de que los dotara Bram Stoker y de que así los bautizara Gramsci), el jefe del Ejecutivo del país, provocado en sus más rudimentarios y baratos sentimientos nacionalistas, nos dio un adelanto de su vocación autoritaria y represiva: Arnaldo Orfila Reynal, director del Fondo de Cultura Económica (FCE), la más importante editorial mexicana, fue no sólo despedido, sino vilipendiado, exhibido, por las fuerzas supremas del orden. Faltaba más. A este extranjero y rojillo ya se le había tolerado demasiado: en 1961, tuvo la osadía de editar la obra de un réprobo que se atrevía a cuestionar a su gobierno, y reconocerle derecho de interlocución a los nativos del lupanar tropical de sus mafiosos. El Escucha, yanqui, de Wright Mills, nos cimbró a todos los jóvenes sesenteros y fortaleció nuestra vocación antimperialista. Pero la reincidencia era imperdonable. Ahora el FCE enderezaba sus baterías contra nuestro propio país y se atrevía a la publicación de un infamante libelo: The children of Sánchez, libro de antropología ficción, producto de la ignorancia y obviamente de la perversidad de un doctor de la Universidad de Columbia empeñado –a saber por qué oscuras razones– en negar la omnipresencia del milagro mexicano. Resultaba fuera de toda razón que aquí, en una vecindad del barrio bravo de Tepito, hubiera cuatro personajes (los hijos de un tal Sánchez), que cometieran ante un gringo el vergonzante pecado de apostasía. Esa publicación no era un ensayo etnográfico, sino un libro satánico cuya destrucción resultaba una obligación patriótica. Los cruzados que pugnaron por encabezar el Tribunal del Santo Oficio no fueron pocos, pero quien mostró mayores dotes para acabar con el Maligno (un alto grado de abyección era imprescindible), fue nada menos que un magistrado del Tribunal de Justicia del DF, Luis Cataño Morlet, quien al mismo tiempo era presidente de las muchas veces –no ésta– ilustre y benemérita Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. El magistrado Morlet fue el encargado de presentar demanda judicial contra Oscar Lewis, autor (que por poco se infarta del susto), y también de Arnaldo Orfila, editor de Los hijos de Sánchez. ¿Y saben ustedes los fundamentos jurídicos alegados? El texto era obsceno, difamatorio, subversivo y antirrevolucionario. He recordado el lado oscuro de esta página negra de nuestra historia reciente, pero, afortunadamente, dando vuelta a la hoja, está la respuesta luminosa, digna, solidaria y comprometida. La inteligencia del país reaccionó de inmediato y unánimemente: maestros, investigadores, académicos hombres de letras y de ciencias, profesionales de todas las expresiones artísticas, comunicadores independientes y críticos, políticos de avanzada y uno que otro funcionario público, expresaron su inconformidad y enojo. Como pocas veces, la indignación no se agotó en dolencias o imprecaciones (que las hubo). Algunos meses después de que los vástagos de Savonarola habían deprimido las hogueras de las vanidades a una triste fogata de la estulticia, un grupo de mexicanos de bien decidió constituir una empresa editorial que, a la manera de nuestra universidad, tuviera como principios esenciales la libertad, la autonomía, la amplia transmisión del conocimiento, la difusión de la ciencia, las artes; en síntesis, de toda expresión cultural.

La nómina de los cofrades originarios lo expresaba todo: esencia, razones, conductas, proyectos: Fuentes, Rulfo, Del Paso, Paz, Julieta Campos, González Pedrero, González Casanova, Flores Olea, Silva Herzog, Max Aub, Aridjis, Chumacero, Zea, Monsi, Fernando Solana. Por cierto, a una inexplicable insistencia de don Fernado debo yo mi temprano ingreso al ámbito empresarial y, sobre todo, la oportunidad de anexar mi nombre al de los arriba anotados. Se propuso, y consiguió, que destinara 3 mil pesos, de aquellos, a comprar futuro en la aventura de una editorial independiente. Esta inversión representaba mi enganche del departamento de interés social de avenida Universidad 1810, que el Issste me vendió. Como las compras eran en abonos las terminé saldando durante el gobierno de López Portillo.

Ortiz, al margen de que tus relatos en blanco y negro, puedan interesarnos tanto como los papiros de Oxirrinco, te conminamos a una mínima aclaración: ¿Qué tiene que ver toda tu farragosa crónica con la señora Poniatowska? Con un gesto que derrama tolerancia, con suave voz, deslizo: hombres de poca fe, nos vemos en la próxima columneta.

Twitter: @ortiztejeda