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El jueves pasado reafirmó su deber con el son al recorrer en tres horas 36 años de carrera

El grupo Mono Blanco tiene canas, pero ni quién se las note

El recinto de Donceles registró muy buena entrada, lo que ayudó a que los músicos entregaran lo mejor

Recordaron en el escenario a más de 30 intérpretes que han pasado por la agrupación, así como a los fallecidos, como Patricio Hidalgo Cruz y Andrés Alfonso Vergara

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Mono Blanco surgió en el Distrito Federal en 1977. Aquí, durante la celebración de un aniversario másFoto Nicolás Triedo
 
Periódico La Jornada
Sábado 30 de noviembre de 2013, p. 8

Mono Blanco, grupo de son jarocho nacido en el Distrito Federal en 1977, celebró el pasado jueves con un concierto en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris su 36 aniversario, y reafirmó que si se quiere a alguien debe decírselo, probárselo, ¡ya!, porque el mundo se va a acabar.

Tal fatalismo amoroso de este son que dio fama a Molotov, dijo Alberto Gutiérrez, jarana tercera, creó al oírse un clímax en el fandango, en el foro de Donceles, el cual hizo que la multitud aplaudiera la rola que comienza como no queriendo y va aumentando el ritmo para que los estáticos tiren la polilla.

Tres décadas es mucho tiempo para todo y los recuerdos son una montaña, una Sierra Madre. Al apagarse las luces, a las veinte 30 horas, en las pantallas se proyectaron imágenes de los músicos pioneros, muy jovencitos, que no siguieron las modas, sino un gusto, una tradición, el poder de la autenticidad del son jarocho. En 1977 todo era un ambiente ceceachero y la canción de protesta dominaba en peñas y calles, en los salones.

A mediados de los años 70, cuando en la ciudad de México pululaban los charangos, los bombos, quenas y zampoñas, llegó a la capital Gilberto Gutiérrez Silva, a los 16 años de edad, desde Tres Zapotes, Veracruz, para encontrarse con su destino. Por distintas razones y en diferente fecha, su hermano José Ángel Gutiérrez Vázquez también había llegado a la capital. En otro contexto y otra actividad se encontraba avencidado aquí Juan Pascoe Pierce. Cierto día, un compañero de trabajo lo invitó a la Peña Tecuicanine, que en ese tiempo era eje de un movimiento que celebraba la música tradicional. Esa noche tocaron sonidos de Paraguay (resultaron ser Celso Duarte y una de sus hijas) y el grupo Kanek, compañía que se dedicaba a hacer música original y a tocar ritmos mexicanos. Quedó fascinado con los sones de arpa grande de Tierra Caliente y salió de ahí con la convicción de comprarse una jarana jarocha.

Todo había comenzado.

Árbol de gran fronda

Así, entre fragmentos de historia de Mono Blanco, durante tres horas se narró el devenir del grupo, sus nexos con músicos viejos, los maestros soneros. Hoy, Mono Blanco es un árbol de gran fronda, cuyas ramas son otros proyectos de numerosas agrupaciones. Es una genealogía del son jarocho, ritmos y bailes, lo indígena y lo español, lo afro, lo árabe. Y en la manera de cantar por momentos hasta dylanesca.

Una muy buena entrada de público ayudó a que los músicos entregaran lo mejor de lo que han aprendido en seis lustros, aunado a que los que no son jarochos, como si fueran; hasta extrañan la humedad propia de climas cálidos. Los instrumentos tendían a desafinarse, porque están impuestos a esas temperaturas.

Dijo Juan Pascoe que estar esa noche en el Teatro de la Ciudad los llenaba de orgullo, a la vez que les reafirma su responsabilidad con el son.

Poco a poco se fue llenando el escenario, y en varios momentos llegaron a ser casi 20 artistas. Somos una orquesta, pequeña, pero una orquesta.

La palabra comunicó un sentir. Primero fue el verbo. Y la décima. De los primeros días de Mono Blanco un decimista cantó que el son se da entre cerros, ríos, lluvia, truenos, en el monte Mono Blanco, con el dios del maíz, cerca de donde caminan las iguanas y los loros vuelan libres.

El símil es que la agrupación es como una semilla que ya prendió en la tierra. Con el tiempo los músicos tuvieron hijos y éstos han seguido la costumbre familiar de tocar y bailar, de aprender a ser decimistas.

Se habló de los muertos

Son guitarreros de acahuales, como don Andrés Vega, a quien se tributó con un aplauso cerrado. Se oye El ahualulco. Era noche de fandango, breve, pues en su medio natural puede durar varios días, en un jolgorio perenne donde los efluvios corren con diligencia, aguardientes de muchos grados, verdaderos saltapatrás.

Alguna que otra pieza se escuchó en popoluca, moderna, con el punteo de una jarana, el virtuosismo en el tañido de un arpa.

De un septeto se pasaba a un combo mayor y todos los intrumentos de escucharon separados, diáfanos. Los jarochos se las ingenian.

Se habló de los muertos, de los viejos soneros que ya no están y a quienes se recuerda con cariño. Son los finados Patricio Hidalgo Cruz y Andrés Alfonso Vergara.

Citar a todos los ex integrantes llenaría este espacio, pero baste decir que por Mono Blanco han pasado unos 30 músicos, varios de los cuales han seguido su camino en, por ejemplo, Son de Madera.

Juan Pascoe Pierce, un gringo ajarochado, de hablar mocho, leyó un texto sobre lo que ha sido Mono Blanco, desde que ensayaban por los rumbos de Mixcoac.

La aportación de este grupo al son está fuera de toda duda. La vida no vale nada... cuando me llevaban preso. A una joven que parecía doncella yo me acercaba a ella. Suena La bamba y no se oye aburrida, como en kermés. Se escucharon sones lentos, como los que se tocaron en el funeral de Patricio Hidalgo. Sones para zapatear, para alzar las enaguas. Los punteos, los arpegios marcan el paso silente, lento, para acompañar con música al alma a su nueva morada.

El son es alegría, amor que se susurra. Adonde bajan los dioses para entregarnos las voces.

El Mono Blanco tiene canas, pero ni quién se las note.