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Nosotros ya no somos los mismos

Génesis de la editorial Siglo XXI

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Doña Elena y su compañero Guillermo Haro entregaron, a título gratuito, la casa que sería el primer recinto de una congregación que decidió apostar por el decoro y la libertadFoto Cristina Rodríguez
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a la veía venir. Todas las comunicaciones provocadas por la anterior columneta, en la parte que se refiere a la fundación de Siglo XXl Editores, tienen la misma exigencia: ¿Y la señora Poniatowska? Bueno, todas menos una, enviada por quien se autodefine como capullo de antropólogo y cuya dirección electrónica, que no daré completa para guardar su privacidad, comienza con lombriz. Y a la que, como egresado de colegio particular, me resulta imposible cometer la majadería de no acusar recibo. Pero paguemos primero la deuda informativa.

Brevísima sinopsis de la anterior sinopsis. En 1965 el presidente Díaz Ordaz, en un irracional arranque de autoridad, cesa fulminantemente al director de la editorial más importante y prestigiada de México y, seguramente, de América Latina, el Fondo de Cultura Económica (FCE). La sinrazón: editar textos insurrectos y sediciosos de dos autores estadunidenses: Wright Mills y Oscar Lewis. Uno dio voz al pueblo cubano, y en su Escucha yanqui hizo que las razones de los Espartacos tropicales se oyeran en los círculos liberales, las aulas y los claustros progresistas de Estados Unidos. El otro les puso enfrente su magnetófono a unos parias del DF, que se atrevieron a preguntar qué significaba una expresión que reinaba en la retórica oficial de esos años: El milagro mexicano. La reacción frente al iracundo fue inmediata: un grupo de artistas, intelectuales y académicos dijeron al gobierno: De acuerdo con la normatividad vigente, tú puedes intervenir en el funcionamiento de esta empresa (el FCE es organismo descentralizado del gobierno), es tuya. Pero nuestra es la libertad, el talento, la cultura, la inteligencia y el propósito de dar, aquí y ahora, vigencia a esos valores. Y así sucedió. ¡Hágase la editorial! Y Siglo XXl se hizo, con lo mejor que este país tenía, en ese 9 de marzo de 1966. ¿Y la señora Poniatowska, en dónde aparece, me reclama ya con rabia, la multitud. Pues ya apareció, y desde el principio. Doña Elena, acompañada de un distinguido científico mexicano, tan entusiasmado con desentrañar el origen y vida de las estrellas que llegó al grado insólito del matrimonio, inició una verdadera cruzada (esta es una licencia literaria, pues las cruzadas están cada vez más desprestigiadas): tocó puertas, hizo mil llamadas (de a 20 centavos, porque entonces no había celulares), y logró suficientes adherentes, como para constituir el día de hoy un partido político. (Este sería, el de la libertad de pensamiento y la irrestricta divulgación de las ideas). Ya di a conocer la nómina de los primeros –excepcionales– militantes de esta causa, a los que doña Elena logró cooptar, pero no he mencionado cómo se consiguió el territorio mínimo en el que se asentaría esta aventura. Espacio imprescindible para convocar a los insurrectos, a los complotistas y, por supuesto, domicilio legal de una empresa que, pese a lo mal vista que era en los círculos oficiales, tenía la bendición de ese pequeño opúsculo que se llama Constitución política. Tengo entendido que opúsculo es una obra científica o literaria muy breve. Y no me negarán que, con frecuencia, nuestra Carta Magna, además de literatura jurídica relevante, es también un acabado modelo de ciencia-ficción. Pues que doña Elena y el eminente astrónomo que años atrás, para su bien, la había descubierto, deciden hacerse cargo de tan ingente problema y pronuncian las palabras mágicas que habrían de resolverlo: La Morena 430, esquina con Gabriel Mancera. Así de simple: Doña Elena y su compañero, Guillermo Haro, entregaron, a título gratuito, la casa que sería el primer recinto de esta congregación que decidió apostar por el decoro y la libertad. Apuesta, por cierto, ganada desde los inicios a la fecha. Pienso que nunca hay que desaprovechar las oportunidades de agradecer acciones que personas sin ninguna obligación realizaron en nuestro favor. De la pareja protagonista de lo que acabo de relatar recibí dos de esos beneficios que agradezco tan tardía como sentidamente. A ella, como yo le creo todo lo que escribe, cuando de manera muy entusiasta ponderó a una joven escritora que acababa de ganar el premio nacional de novela, fui de inmediato a conocerla. La encontré en un gimnasio de Coyoacán celebrando el 15 de Septiembre y conquistando votos para la candidatura a diputada que, postulada por el PSUM, compartía con la bella Elvira Concheiro. ¿Tú eres la talentosa, imaginativa, inteligente, disciplinada, stajanovista, honorable, modesta, coherente y poseedora, además, de unas largas y bellas piernas? Atajé su contestación y dije: No te molestes en negar nada porque dejas como falsaria a doña Elena. Allí se inició una amistad entrañable que duró hasta su absurdo y temprano fallecimiento. Debo decir que la Puga (María Luisa), que fue siempre fiel a la descripción elenística, enriqueció generosamente mi capacidad de supervivencia. Doña Elena, el agradecimiento permanece.

Tal vez por su prestigio de sabio, de hombre de ciencia, o por su actitud tan seria y reservada, nunca fui con Guillermo Haro más allá de los saludos protocolarios. En esa ocasión, sin embargo, mi necesidad era apremiante: requería de su voto en el Consejo Universitario para conseguir que la materia de derecho agrario recobrara el carácter de obligatorio en el plan de estudios de la Facultad de Derecho. Yo había escrito un alegato pomposamente titulado ¿Es que vale más el derecho de los mercaderes que el de los campesinos? Confiaba en mi texto porque Monsi sólo me había hecho dos o tres correcciones… por renglón, pero me preocupaba que el licenciado Mantilla Molina, secretario general de la UNAM en ese momento, había sido el director de la Facultad de Derecho que promoviera el cambio de estatus de la materia en cuestión. Don Guillermo leyó detenidamente el documento y me preguntó: ¿Cuál es la materia que desearían suprimir? Ninguna –maestro– sólo agregar agrario, dije. Sacó su pluma, estampó su firma y únicamente comento: son atendibles sus razones, compañero. Ya me retiraba, conteniendo mi contento, cuando me dijo: si tiene algunas copias de su escrito y quiere dejármelas, tal vez le consiga alguna otra firma. Contra lo usual, esa vez, ganamos. Don Guillermo, el agradecimiento permanece. El viejo Alanís Fuentes, más conocido por su volumen y sus ideas, como el tanque rojo, no sin hacerme algunas preguntillas de rigor, me otorgó un 10, que mucho ayudó para balancear mi promedio.

La lectura de La noche de Tlatelolco me estrujó de tal manera que comencé a escribir mi novela # 25 que, como las 24 anteriores, quedó inconclusa y por tanto inédita. Hace unos tres días la señora Poniatowska publicó en estas páginas una remembranza de las muchachas del 68 y removió aquellos impulsos. Quisiera intentar de nueva cuenta dar a conocer algunas cosillas que por diversas razones yo me sé. Dice don Adolfo Sánchez Rebolledo que hay sobre el 68 vasta y muy diversa literatura aunque, piensa él, no se ha dado todavía la gran novela que esa etapa del país reclama. Pienso que tiene razón en ambas cosas, aunque siento que hay una óptica de los acontecimientos totalmente desconocida, de la que nada sabemos. No hay testimonios, opiniones, versiones fundadas que corroboren, corrijan o enfrenten a las de la parte contraria.

De la Conquista están las crónicas de los actores directos o testigos de primera fila de los acontecimientos que relatan, sean estos sacerdotes o soldados (En el primer caso: los frailes Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún o Motolinia. En el segundo: Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo). Luego de los que en la península fueron receptores de cartas, documentos o confesiones de los primeros: (López de Gómara o Pedro Mártir de Anglería). Finalmente, la visión de los vencidos. (Tezozómoc, Fernando de Alba o El Anónimo). Del 68 mexicano, ¡quién lo creyera! lo que se sabe, se debate, se exige y reclama, surge de la voz que con violencia extrema pretendió ser acallada. La Historia que se transmite de generación en generación es la de los que, diría Raymundo Ramos, cayeron como quien se levanta. Además de algún panfleto infame, discursos oficiales y noticiarios ya corroídos por su propia vesania y estolidez, ¿qué queda de las razones de Estado argüidas durante la pesadilla? Pero insisto: falta otra voz, la de los ángeles tibios, esos a los que Dante ubica ante las puertas del infierno, los que no se atrevieron a tomar abiertamente partido. Si la señora Poniatowska sigue levantando polvos de aquellos lodos, corro el peligro de caer en la provocación de cronicar algunas cosillas que me sé. Una disculpa al capullo de antropólogo, quería referirme aquí a sus comentarios, pero carezco de la sabia virtud de conocer el tiempo (y menos el espacio). Lo haré directamente. Regresaré también a los mexicanos de excelencia y a los de todo lo contrario.

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