Política
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Madiba y su camino hacia la libertad
Nelson Mandela no creía en el ratón Miguelito
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Los asistentes a la despedida de Nelson Mandela abuchearon al presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma, y aplaudieron a Barack ObamaFoto Reuters
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Una imagen monumental del homenajeado fue exhibida en una pantalla del estadioFoto Ap
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on excepción de algunos, no hay muerto malo. Más aún: de uno en fondo, contados habrían sido malos de verdad. O sea, crueles y empecinados en prodigar el desprecio y el sufrimiento al semejante. ¿Que si el hombre nace bueno (Rousseau dixit) y la sociedad lo hace malo? Depende.

Depende de la cultura que lo haya engendrado y modelado. En cuanto a la nuestra, tributaria de la renacentista y la modernidad, alcanzó sus logros con los recursos de la trata negrera, el saqueo de África, América y Asia, y una determinada concepción del ser y estar en el mundo.

En el siglo pasado, millones de africanos se alzaron contra los designios teológicos y filosóficos pensados por y para los europeos. Hasta que uno de ellos, el sudafricano Nelson Mandela, concluyó que el plañidero perdón dispensado por el mártir del Calvario no alcanzaba para llevar justicia a los negros.

Durante 27 años de cautiverio de los cuales 15 en confinamiento solitario (1964-91), los verdugos propusieron a Mandela renunciar a la lucha armada para salir en libertad. Sólo debía firmar un manifiesto de rechazo a la violencia, y aceptar las independencias no reconocidas por ningún país del mundo y condenadas por la ONU: los llamados bantustanes de Botswana, Ciskei, Transkei y Venda, gobiernos teóricamente autónomos y con formas particularmente insidiosas de segregación racial, en las que el Estado sionista de Israel (aliado del régimen sudafricano) encontró inspiración para resolver sus problemas en Palestina.

Mandela se negó a cambiar sus convicciones por un plato de lentejas. Sus condiciones eran insobornables: un hombre, un voto. Sólo así, el líder del Congreso Nacional Africano (CNA) que ahora la comunidad internacional celebra como paradigma de la moral universal (y que hasta 2008 Washington tenía en su nómina de terroristas), logró su libertad.

Pero atención. Porque el día en que murió Mandela, el presidente Barack Obama (quien lo había visitado el año pasado) defendió a la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) al destacar que realizó un muy buen trabajo contra algunos actores malos. Por ejemplo, el rastreo y ubicación de 5 mil millones de teléfonos celulares en el mundo. Aunque naturalmente, Obama no recordó cuando en 1962, un infiltrado de la CIA en el CNA entregó a Mandela a los servicios de seguridad de Sudáfrica.

Antes que de la voluntad de Dios o de las ideologías merolicas del peace and love, la liberación de Mandela fue posible gracias a los ecos emancipadores que llegaban a su celda: el legado revolucionario de Lumumba, Fanon y el Che, las luchas del CNA y el Partido Comunista Sudafricano, y las acciones guerrilleras de Lanza de la Nación, su brazo armado.

Las independencias de Mozambique y Angola (1975), así como la determinante cooperación de Cuba en el terreno militar, fueron el punto de inflexión. En particular, la gran batalla de Cuito Cuanavale (sur de Angola), donde 20 mil hombres perdieron la vida (diciembre-marzo, 1987/88). Por primera vez en la historia de África, un todopoderoso ejército de blancos, con armas nucleares inclusive, había sido derrotado por un ejército de negros.

En agosto de 1988, poco después de la victoria de Cuito Cuanavale (batalla que la libre Wikipedia califica de irresuelta), Mandela fue alojado en un amplio bungalow, dotado de alberca, jardines y cocinero particular. Y en diciembre, a regañadientes de Washington, se firmó en Nueva York el Acuerdo Trilateral (Angola, Cuba, Sudáfrica) en el que, además, se pactó la independencia de Namibia.

Pero el 5 de julio de 1989, aconteció lo impensable: Mandela fue invitado a tomar té con el presidente Pieter Botha, el implacable die groot krokodil (el gran cocodrilo), defensor incondicional de la segregación racial y el sistema del apartheid. Botha no llegó a ningún acuerdo con el líder del CNA, y a finales de aquel año, luego de retirarse por enfermedad, cedió el lugar a Frederik de Klerk, quien celebró con Mandela los tres encuentros que precedieron a su liberación (1990-91).

De Klerk desmanteló el entramado jurídico del apartheid, empezando por la más antigua de todas las leyes racistas, la ley de Tierras de Nativos (1913), que limitaba las tierras que la mayoría negra podía poseer, la de Supresión del Comunismo, la Antiterrorista, la de Áreas Grupales, la de Registro de Población (1950), y la ley de Separación en Lugares Públicos (1953).

Los compromisos adquiridos por Mandela y De Klerk llevaron a la promulgación de una nueva Constitución democrática, y la celebración de elecciones pluralistas. En el referendo del 17 de marzo de 1992 (última de las consultas sólo para blancos), 69 por ciento de los votos aprobaron el proceso de reformas iniciado por De Klerk

Al salir en libertad, Mandela viajó por el mundo para agradecer la solidaridad recibida. El primer país que visitó fue Argelia (mayo de 1990), donde él y los guerrilleros del CNA habían recibido entrenamiento militar en 1962. Argelia hizo de mí un hombre. ¡Soy argelino, soy árabe, soy musulmán!, dijo.

Y en Cuba: “¿Dónde hay un país que haya solicitado la ayuda de Cuba y que le haya sido negada? ¿Cuántos países amenazados por el imperialismo o que luchan por su liberación nacional han podido contar con el apoyo de Cuba? Debo decir que cuando quisimos alzarnos en armas nos acercamos a numerosos gobiernos occidentales en busca de ayuda, y sólo obtuvimos audiencia con ministros de muy bajo rango. Cuando visitamos Cuba, fuimos recibidos por los más altos funcionarios, quienes de inmediato nos ofrecieron todo lo que queríamos y necesitábamos…” (julio de 1991).

Cuba fue el primer país reconocido diplomáticamente por el gobierno de Mandela. En una pared de piedra de casi 700 metros, en la colina del Parque de la Libertad de Pretoria (una de las tres capitales de Sudáfrica), un despacho de BBC Mundo, observó: hay grabados más de 95 mil nombres. Entre ellos, los de 2 mil 17 soldados cubanos.

El periodista y escritor inglés John Carlin, quien platicó y estuvo cerca de Mandela durante 20 años, apuntó: Llegué a Sudáfrica en 1989. Si alguien me hubiera dicho que cinco años después Sudáfrica iba a ser una democracia, y que a Mandela lo iban a ovacionar 50 mil blancos en un estadio de rugby, le hubiera recomendado ir a un siquiatra.

Mandela alcanzó la gloria, mas no pudo acabar con el racismo. En noviembre pasado, la comunidad de Kleinfontein, en la provincia donde nació Mandela (Gauteng), planteó al gobierno el reconocimiento formal de una colectividad cultural sólo para personas blancas.

A la entrada del asentamiento (300 casas) para blancos, cristianos y afrikaners (descendientes de colonos holandeses), hay un estatua en memoria del primer ministro Hendrik Frensch Verwoerd, ideólogo del apartheid asesinado en 1966.

Los moradores de Kleinfontein dicen que la Constitución los ampara. En efecto, el artículo 185 de la Carta Magna habla del derecho de vivir con individuos de la misma ascendencia cultural, idioma y religión.

En Sudáfrica, la idea de que la dicha y felicidad de la civilización (con permiso ahora, a pensar distinto) depende de una pirámide regida por un Dios blanco, piadoso, terrible y excluyente, continúa latente.