Opinión
Ver día anteriorDomingo 15 de diciembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El desmantelamiento de la Constitución
N

unca será demasiado volver una y otra vez a señalar que la Constitución no es una norma como cualquier otra. De hecho, la Carta Magna no es una norma. Como lo enuncia su artículo 39, ella es un pacto, signado por los ciudadanos integrantes del pueblo; es el acuerdo popular para darse un régimen de gobierno, un ordenamiento democrático y un sistema de justicia decididos por los ciudadanos permanentemente. El objetivo es el bienestar y el beneficio del pueblo mismo y de todos los integrantes de la sociedad (la nación, como la denomina el artículo 27).

No es sólo un pacto fundador, en el tiempo, sino un pacto fundacional, permanente, que edifica el estado de derecho y sus instituciones y los renueva constantemente. El pacto es el escudo que permite y procura al pueblo la protección y la defensa de sus derechos frente a la opresión y el mal gobierno. El Estado aparece, por eso, decidido y conformado permanentemente por el pueblo. El sufragio es el elemento clave a través del cual se manifiesta la voluntad popular. Las instituciones sólo subsisten si respetan este principio fundador.

La Constitución es el pacto protector de las instituciones del pueblo y puede ser modificada en su letra y en su texto, pero no puede ser cambiada en sus institutos protectores, como la distinción que ella hace entre el pueblo de los ciudadanos y la nación de los mexicanos, el principio de la división de poderes, la definición del patrimonio nacional, el sistema de los derechos humanos y el sistema democrático de designación de los funcionarios y representantes del Estado. El eje de todo este conjunto institucional se da en el artículo 39.

Todos los mexicanos tienen la protección de su existencia y de sus derechos, precisamente, en el conjunto de esas instituciones populares y democráticas. Pero no sólo. La Constitución es, asimismo, un pacto protector de los derechos de los diferentes sectores que integran la sociedad mexicana. Cambiar los términos de ese entramado garantista y protector es cambiar el pacto mismo o dejarlo sin ninguna razón de ser. La Constitución garantiza la protección de los trabajadores y habitantes del campo a través de su articulo 27, que les otorga la posesión de la tierra y su disfrute. Independientemente de lo que pueda argüirse sobre el destino de la reforma agraria, ése es el sentido del pacto.

El poder del Estado está para servir a todos y no puede ejercerse para favorecer a unos cuantos o ponerse al servicio de grupos privados. La Constitución garantiza la existencia de los trabajadores asalariados que forman la inmensa mayoría de la población a través de las instituciones protectoras del artículo 123. Todos sabemos que ese artículo es de los menos observados en la vida cotidiana del país; pero sigue ahí, como base de la convivencia pacífica de las relaciones sociales y de la solución ordenada de los conflictos.

La Constitución se ha enriquecido con la inclusión en su articulado de disposiciones protectoras para los más diversos sectores de la sociedad, como nuestros pueblos originarios o las mujeres. Es un pacto de convivencia social que mira a hacer valederos los derechos de todos los individuos y los grupos sociales, así como a proporcionar a todos y al mismo Estado los instrumentos para definir esa convivencia y hacerla efectiva. La definición de la sociedad que ahora es pluriétnica y pluricultural lo dice todo en este respecto.

La reciente precisión introducida en el texto constitucional sobre su extensión protectora de las personas y de los individuos al establecer que el antiguo planteamiento de las garantías individuales no era limitativo, sino prescriptivo y que la protección de la vida, las posesiones y los intereses de todos los mexicanos y quienes se acogen a esa protección debe comprender todo el conjunto de los instrumentos internacionales que consagran los derechos humanos. Independientemente de que muchos piensen que hay una diferencia jerárquica entre nuestra Carta Magna y los tratados internacionales, esos tratados forman parte de nuestra institucionalidad constitucional.

Pues todo ese armazón de instituciones fundadoras y protectoras se está desmantelando y aboliendo por el conjunto de reformas anticonstitucionales que el gobierno de Peña Nieto ha hecho aprobar en el Congreso. Todas ellas han estado dirigidas a destruir el antiguo pacto de la nación mexicana. Sus instituciones fundamentales ya no serán las mismas. Y destaca el hecho esencial de que todos los principios de la convivencia social a los que daba lugar el pacto están siendo subvertidos para anular los derechos y las prerrogativas de los más amplios sectores de la población mexicana.

Ya no podremos hablar de un régimen popular y social de derechos y garantías, sino tan sólo de un nuevo régimen en el que se reinstituyen antiguos privilegios de grupos elitistas que ahora vienen a sustituir a las mayorías, a cuyos intereses servía el antiguo pacto. México deja de ser el país plurisectorial y pluriclasista que era antes, para volverse el nuevo país de los dueños de la riqueza y del poder. El pacto fundador del Estado mexicano del siglo XX está moribundo y será, en adelante, un factor de desestabilización social y de desequilibrios que nadie sabe en qué pueden parar.

La reforma laboral implica la abolición total del artículo 123 y todo su complejo sistema de convivencia de los llamados factores de la producción, los trabajadores y los empresarios. Los trabajadores han sido entregados, atados de pies y manos, a sus voraces explotadores y a éstos se les ha entregado el dominio pleno y particular del régimen de las relaciones laborales. Se prometieron más empleos y mejores salarios y, luego de un año, no hay nada de eso. La sobrexplotación de los trabajadores y su relegación económica están a la vista.

La reforma energética es la más desastrosa de todas. Ella significa la total anulación del régimen de propiedad de la nación sobre sus bienes primordiales, como el territorio, el subsuelo y los fondos marinos. Ya no hay una nación poseedora de un patrimonio propio. Sólo una entelequia que se quedará con algunas siglas sin ningún contenido real: Pemex, CFE. Sus antiguas riquezas que se buscaba preservar para todos los mexicanos ahora serán pasto de la avaricia y la sed de lucro de los privados, en especial trasnacionales. México como país soberano ha cesado de existir.

La Constitución está moribunda. El pacto social y político que encarnaba no existe ya. Lo que hoy tenemos es una oligarquía convertida en sistema dominante. Tenemos el gobierno de los ricos más ricos y el dominio absoluto del dinero con sus secuelas de corrupción, dilapidación y desperdicio que es propio de los regímenes plutocráticos. Enrique Peña Nieto es el sepulturero de la Constitución de 1917.

Me voy de vacaciones. Nos veremos aquí de nuevo en unas semanas.