Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de diciembre de 2013 Num: 981

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Editores y ediciones de la obra de María del Mar
Evangelina Villarreal

Guillermo Tovar de
Teresa, breve estudio
biobibliográfico

Rafael Barajas el Fisgón

Guillermo Tovar
de Teresa

Verónica Volkow

El aro de Urano:
Luis Cernuda

Enrique Héctor González

A 50 años de su muerte
Rodolfo Alonso

Luis Cernuda, la muerte
y el olvido

Ricardo Bada

Un retrato de
Miguel Nazar Haro

Marco Antonio Campos

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Poesía
Antonio Soria
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Juan Manuel Roca
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Un retrato de
Miguel Nazar Haro

Marco Antonio Campos

Se ha escrito hasta la fatiga de la Guerra sucia en Sudamérica en los años setenta y ochenta, en especial, en Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y Paraguay, pero suele olvidarse o soslayarse que entre nosotros la hubo también, y que quien representó paradigmáticamente la imagen de la violencia de Estado fue Miguel Nazar Haro, como perseguidor, torturador y asesino de guerrilleros o de los que él presumía que eran. Pocos tan serios y profesionales, tan admirados como él por sus pares estadunidenses (fbi, cia y Departamento de Justicia), a quien veían como el aliado perfecto mexicano para llevar a cabo una meticulosa labor antisubversiva. No en balde fue un alumno aventajado en los años sesenta en la Escuela de las Américas, la cual mantenía el gobierno estadunidense en Panamá, donde aprendió a combinar con crueldad exacta la mano dura y la mano blanda, una política, por demás, muy de un régimen autoritario, como el del antiguo priísmo de la década de los treinta hasta la alternancia democrática del año 2000. En la Escuela se habrá acentuado su anticomunismo y habrá aprovechado a fondo las lecciones en la investigación y en la infracultura del secuestro, la tortura y la desaparición de personas. La organización encabezada por Rosario Ibarra, el Frente Nacional contra la Represión, contó que en la guerra sucia de los setenta y ochenta del siglo pasado hubo 536 detenidos-desaparecidos políticos, entre los cuales se hallaba el propio hijo de Rosario, Jesús Piedra Ibarra.

En este libro, El policía, el cual se lee como un thriller, Rafael Rodríguez Castañeda trata de reconstruir de aquí y allá –testimonios, confesiones y documentos– las tareas infames en las que sobresalió Miguel Nazar Haro. Utilizando las lecciones del New Journalism, Rodríguez Castañeda crea en el libro una narración central que se abre a otras narraciones, las cuales se van hilvanando en un tejido en el curso de los capítulos. En la narración central, rrc dibuja un retrato de Nazar que no puede leerse con indiferencia. Nadie ignora que todo político o partido busca llegar al poder, y una vez alcanzado, quiere preservarlo; otra cosa es el ejercicio extralegal de ese poder, del cual Nazar se valió a menudo, arguyendo que ni la Constitución valía cuando “estaba de por medio la seguridad del Estado”. A él, que representaba a la ley, fue la ley lo que menos le interesó. Quizá su nombre no diga mucho a las nuevas generaciones, pero, aquellos que éramos jóvenes en las décadas de la Guerra sucia, su nombre producía una mezcla de rabia y de horror.

Nazar Haro –a quien Rosario Ibarra de Piedra tildó de “criminal psicópata” y de ser “el torturador número uno” de México– reconocía como a sus dos grandes maestros a Fernando Gutiérrez Barrios y a Javier García Paniagua, quienes dirigieron en algún momento, como él, la dfs (Dirección Federal de Seguridad). A diferencia de ellos, Nazar Haro no prosperó políticamente y nunca salió de su trabajo de policía político. En los terribles años setenta del siglo anterior, cuando el capitán Luis de la Barreda dirigió la Federal de Seguridad de 1970 a 1976, es decir, en el sexenio de Luis Echeverría, Nazar era su subdirector. El 7 de junio de 1976 nació la Brigada Blanca “específicamente para combatir a la Liga Comunista 23 de Septiembre en el área metropolitana de la Ciudad de México” (si bien sus manos se alargaron no pocas veces contra otras organizaciones armadas de izquierda). La Brigada Blanca se formó con miembros del ejército y de organizaciones policíacas y de inteligencia política. Su lugar de trabajo fue el Campo Militar número 1. Quedó al frente de la Brigada –¿quién más?– Miguel Nazar Haro.

El final del “Policía por antonomasia, el Jefe con mayúsculas”, como lo designa Rodríguez Castañeda, no pudo ser más irrisorio y despreciable: en enero de 1982 tuvo que renunciar a la dfs por estar presuntamente inmiscuido en una banda de contrabandistas de autos robados desde el sur de la California estadunidense. El fbi infiltró a un informante en la banda encabezada por un tal Gilberto Peraza Mayén. El resultado fue la aprehensión de 14 de los 28 acusados. La banda había robado cosa de 4 mil autos; una parte llegó a la dfs e inclusive Nazar andaba en una camioneta de lujo robada.

Él, que ponía todas las trampas, cayó en una trampa. Fue a la corte californiana en abril de 1982 a defenderse de la acusación de ser contrabandista, seguramente creyéndose intocable por sus nexos con las corporaciones estadunidenses y con los servicios de inteligencia mexicanos, pero el día 23 lo arrestaron. Las pruebas eran contundentes: grabaciones telefónicas y filmaciones. Pasó dos días en la cárcel. Debió pagar una fianza de 200 mil dólares de los de entonces. “Salió libre bajo arraigo, escribe Rodríguez Castañeda, pero de inmediato cruzó la frontera y en automático quedó inscrito en la lista de fugitivos de la justicia de los Estados Unidos”. Hasta su muerte en 2012 nunca volvió a pisar tierra estadunidense.

Todavía su maestro, Javier García Paniagua, le habilitó una chamba en 1988 en la Secretaría de Protección y Vialidad del df, pero su pasado inmediato lo perseguía. Las acusaciones lo estigmatizaban. Renunció a los dos meses, pero su funesto pasado no dejó jamás de condenarlo. Al final del libro Rodríguez Castañeda recuerda que, en 2002, la Fiscalía para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado lo responsabilizó de la desaparición de Jesús Piedra Ibarra e Ignacio Salas Obregón. Con sus ochenta años, fue trasladado a la cárcel de Topo Chico, en Nuevo León. Agravándosele las enfermedades se le permitió seguir preso bajo arresto domiciliario. En 2006 lo absolvieron de los cargos.

En la que quizá fue la última entrevista que dio para un diario (El Universal), culpó de su suerte a gentes de “ideas extrañas a las nuestras” y agregó que él sólo cumplió su obligación contra los sediciosos. Negaba ser un torturador y un asesino. La injusticia contra él –decía– nadie podría pagársela: “Y volver a luchar porque mi nombre se limpie ya es demasiado tarde. Ya soy un hombre grande.” Nazar era el único que creía en la bondad de su labor.

Murió en enero de 2012. En sus manos debía aún correr la sangre de todos los que hizo torturar o él mismo torturó y la de todos a quienes ordenó matar y desaparecer. Contradictoria, terriblemente la única manera de lavar su nombre es con esa sangre que derramó.