Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de diciembre de 2013 Num: 981

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Editores y ediciones de la obra de María del Mar
Evangelina Villarreal

Guillermo Tovar de
Teresa, breve estudio
biobibliográfico

Rafael Barajas el Fisgón

Guillermo Tovar
de Teresa

Verónica Volkow

El aro de Urano:
Luis Cernuda

Enrique Héctor González

A 50 años de su muerte
Rodolfo Alonso

Luis Cernuda, la muerte
y el olvido

Ricardo Bada

Un retrato de
Miguel Nazar Haro

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Poesía
Antonio Soria
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Juan Manuel Roca
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Todo cambia

De niña, como toda la gente que conozco, adoraba la Navidad. No que entendiera gran cosa. Era materialista a morir, como todos los chicos: quería una bicicleta, un radio y unas Horripicosas reptantes: esas alimañas que se hacían con plástico líquido en unos moldes y un hornito. El misterio del profeta en el pesebre me daba tristeza y lo hacía a un lado con la capacidad irrepetible del niño para sólo fijarse en el antojo.

Diciembre era el mes de los intercambios en la escuela, de las piñatas, del árbol iluminado de luces. Del nacimiento puesto hasta con espejos que simulaban agua donde nadaban patitos de barro rodeados por una espesa selva de heno. El mes en el que el mercado olía a pino. El mes de la histeria colectiva.

Porque la había. Los niños nos engañábamos encantados de la vida: no sólo con la idea que Santa Claus existiera; eso no nos bastaba. Además, nos convencíamos de haberlo visto u oído. Una niñita que se llamaba Gina nos llevó, en segundo de primaria, a ver “la huella del trineo en el jardín”. Eran dos líneas marcadas en el lodo. Las observamos con silencioso respeto, presas de un casi místico arrebato: el gordo barbón sí existía y no importaba que las huellas en el jardín de Gina fueran idénticas a las de la bicicleta del cartero.

Tampoco importaba que en ninguna casa hubiera chimenea o que nos portáramos pésimo. Desde entonces me fascinaban las posibilidades de la redacción: en mi carta, decorada con flores y corazones, solía esforzarme por subrayar los méritos, que eran pocos, y hacerme la loca con las travesuras, que eran muchas. Yo reprobaba, mentía, pegaba, flojeaba y hasta la fecha me cuestan las mecanizaciones más simples. Reprobaba de todo, hasta conducta. Era la niña más desordenada y rebelde de mi grado, pero tenía derecho a mi carta, como los delincuentes de la tele tienen derecho a su llamada telefónica.

En ella argüía que había cosas más importantes en mi carácter, como la pasión por el gato y mi amor filial y fraternal, problemático pero sincero. Además, en el asunto de los pellizcos y los jalones de pelo yo le echaba la culpa a mis hermanos, como ellos a mí.

Santa Claus siempre cumplía (pobres de mis padres). A la mañana siguiente, reunida con los demás niños de la cuadra, me convencía a mí misma de otra cosa: yo era una niña muy buena. La prueba era la culebra de plástico que sostenía en la mano y que acababa de sacar del horno de las Horripicosas.

De adolescente la cosa se complicó, pero de todas formas la Navidad me resultaba gozosa. A lo largo de años reuní una respetable colección de adornos de madera para el árbol; me ponía a leer los Evangelios y me dedicaba fervorosamente a juntar regalos para mis amigos. Solía beber café irlandés hasta que me ganaba la risa en la desaparecida Cochera del Bentley y comer tortas de pavo en el también desaparecido restaurante Los Guajolotes. Total, subía de peso y negociaba como podía las majaderas contradicciones entre los misterios religiosos y el consumismo más horrible, pues la propaganda me tentaba.

Llegó la vida adulta. Uno de mis primeros empleos fue dar clases en una escuela de los Legionarios de Cristo. Allí atestigüé cómo algunas mamás encargaban a costureras carísimas los disfraces de los sus hijos, los protagonistas de la pastorela. Esas señoras se ufanaban porque eran capaces de gastar miles y miles de pesos en la escenografía y eran, al mismo tiempo, incapaces de donar un centavo a los orfanatos cuyos directores acudían a la escuela en busca de apoyo. Les agarré un coraje que todavía dura, aunque ya olvidé sus nombres.

Se esfumaron los restaurantes que me gustaban. También se evaporó mi inocencia, el espejismo de buena fe que gravita sobre todo y que es sólo eso, una ilusión.

He intentado varias modalidades: la Navidad sobria y religiosa, escuchando El Mesías, de Haendel, y pasmada por la grandeza trágica del asunto; la austera, solos mi marido, el gato y yo en la casa, con tortas de pavo, aunque, ay, ya no de Los Guajolotes; la pachanguera, al final melancólica y sedienta; la familiar, garantía de desencuentro político y gritos destemplados en las conversaciones.

Me faltan la viajera y la auténtica, haciendo algo útil por los demás. Para la primera necesito viáticos. Ahora no conviene ni pensar en eso. Para la segunda, ánimos. Ya los voy a juntar, nomás que se me quite la morriña horrorosa que me lastra los pies apenas llega diciembre.