Política
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Las nuevas preguntas
L

o más peligroso es el estado de ánimo que se generaliza, la sensación de derrota e impotencia, la propensión a alimentar ilusiones y fantasías para sentirse mejor y no caer en la ­desesperación.

Tenemos que examinar ante todo la ceguera peculiar de buena parte de quienes se sentían alineados a la izquierda del espectro ideológico. Desde hace más de 10 años era posible constatar el deterioro continuo de los tres poderes constituidos y la descomposición de las clases políticas. Pero no podían ver ese espectáculo tan patético como doloroso: estaban adentro de él.

El 20 de agosto de 2004 los zapatistas nos propusieron examinar con atención lo que estaba ocurriendo:

El desmantelamiento frenético e implacable del Estado nacional, conducido por una clase política falta de oficio y de vergüenza (y acompañada en no pocos casos por algunos medios de comunicación y por el sistema jurídico en pleno), llevará a un caos y a una pesadilla que ni en la programación estelar de terror y suspenso podrían igualar (La Jornada, 20/8/04).

Escribí entonces que no era esa una perspectiva alentadora, ni el caldo de cultivo de una revolución. No era una transformación necesaria y sensata, para sustituir progresivamente las piezas corruptas e inservibles de una maquinaria obsoleta. Era un proceso tenso y turbulento, lleno de sangre, en el que los fragmentos de lo que fue el sistema político mexicano trataban torpe e inútilmente de articularse de nuevo o se enfrentaban entre sí, torpe e interminablemente. Estaban guiados por el afán de despejar de rivales un camino que sólo en la ilusión de los involucrados era ascendente, porque tenía todo el aspecto de un despeñadero, al cual, además, parecían estar cayendo también los demás estados nacionales, cada cual a su manera.

Según los zapatistas, se trataba de la Cuarta Guerra Mundial.

“Entre los escombros producidos por esta guerra de conquista, yacen las bases materiales, económicas, del Estado nación tradicional… También se encuentran destruidos, o con daños severos, los aparatos y las formas de dominación tradicionales… Por tanto, la destrucción también alcanza a la clase política tradicional” (La Jornada, 20/6/04).

Diez años antes del Pacto por México y sus reformas los zapatistas denunciaron que allá arriba reinan la indecencia, la desfachatez, el cinismo, la desvergüenza. Pero mientras ellos se ponían a la obra, como describieron en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, que nos invitaba a acompañarlos en la resistencia y en la lucha, cundían cegueras y distracciones en quienes no podían apartar la vista de los cínicos, los desvergonzados y los indecentes y así se contagiaban de su cinismo e indecencia…

Los instrumentos analíticos que el horror de estos días produce parecen seriamente mellados. Se dice, por ejemplo, que se ha producido el cambio estructural más profundo del último siglo porque con la llamada reforma energética el Estado se retrae por completo. Se sigue así pensando en un Estado que ya no existe, aquel que tenía autonomía relativa y en el que podía confiarse para defender a la nación y a las mayorías, a pesar de todas sus limitaciones. Lejos de retraerse, el Estado actual retiene sus facultades y capacidades, las que necesita para proteger y servir al capital nacional y trasnacional. Ya no es el de ayer.

Lo que parece sorprendente es que hasta los más lúcidos análisis del desastre sigan atrapados en la red de conceptos y en las propensiones de una era que ya terminó. Como si nada hubiera pasado. Como si pudiera continuar interminablemente ese juego en que se apela una y otra vez a los dispositivos y mecanismos del sistema en que vivimos la mayor parte del siglo XX y ya no está ahí.

Se hace cada vez más evidente que las palabras en uso han dejado de ser apropiadas. No sirven ya para entender lo que pasa y mucho menos para guiar la resistencia y la construcción de algo nuevo. Las palabras son puertas de la percepción. Según las que usamos así experimentamos el mundo. Con las que están en boga se siguen tocando las puertas equivocadas, se alimentan falsas ilusiones, se propicia parálisis y apatía cuando más se necesitan valor e iniciativa…

Con los anteojos del pasado, que para muchos son la única forma de ver, no podrá llegarse muy lejos. Pero no es fácil abandonarlos. Abrir hoy los ojos exige formas de coraje e imaginación que sólo abundan entre quienes fincan sólidamente los pies en el suelo social y ahí, desde abajo, se dejan inspirar por los millones que se han puesto en movimiento.