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Infanta Cristina: jaque al rey
E

n un acto sin precedentes en la España contemporánea, la infanta Cristina, hija menor de Juan Carlos de Borbón, fe imputada penalmente y llamada a declarar ante un juez por los presuntos delitos de defraudación fiscal y lavado de dinero, figuras que en la legislación peninsular se denominan delito fiscal y blanqueo de capitales. Ello ocurre en el marco de la investigación judicial que se sigue a su esposo, el empresario Iñaki Urdangarin, y al ex socio de éste, Diego Torres, sospechosos de haber robado casi 6 millones de euros por medio de un organismo no lucrativo que firmó contratos con los gobiernos de la Comunidad Valenciana y de Baleares, dirigidos por políticos del gobernante Partido Popular (PP). De acuerdo con el juez encargado del caso, José Castro, en las cuentas, propiedades, declaraciones fiscales y facturas de Cristina de Borbón hay suficientes elementos para presumir el involucramiento penal de la ahora imputada en las operaciones de su marido.

Cabe resaltar, en primer término, la valentía del juez Castro, quien ha debido enfrentarse a casi todo el aparato judicial de España, claramente dispuesto a encubrir a la infanta. Muestra de esa actitud es la resistencia del propio fiscal del caso, Pedro Horrach, quien ha hecho todo lo que le ha sido posible para impedir que la hija del rey sea llevada ante la justicia. Una actitud similar ha asumido la Abogacía del Estado, dependencia del Ministerio de Justicia que ha pretendido exculpar, en representación del fisco español, a la sospechosa.

Más allá de las perspectivas propiamente judiciales del asunto, y de si la red de complicidades político-empresariales logra ahorrar a Cristina de Borbón la comparecencia en tribunales –fijada para mediados de marzo próximo–, el solo hecho de que la justicia haya fincado una sospecha formal sobre una integrante de la casa real constituye un golpe devastador para la imagen de la institución monárquica española, de por sí sometida a un pronunciado desgaste y a una notable pérdida de simpatía y popularidad entre la sociedad.

Pero ni los episodios de frivolidad, los extravíos y el manifiesto deterioro físico de Juan Carlos revisten la gravedad de una imputación penal a una integrante de la familia real, sobre varios de cuyos integrantes –el rey incluido– se acumulan sospechas por manejos dudosos de dinero. Y si bien es cierto que en el caso del soberano resulta imposible dar cauce legal a tales sospechas, por la simple razón de que su figura es inimputable según un pasaje constitucional manifiestamente violatorio del principio de igualdad de las personas ante la ley –inciso 3 del artículo 53 de la Constitución–, el hecho inédito de que una hija suya sea llamada a comparecer ante un tribunal introduce un primer elemento en firme para esclarecer los crecientes clamores sobre la corrupción imperante en el Palacio de la Zarzuela.

Aunque desde cualquier punto de vista resulta deseable que la aristócrata imputada se presente a declarar lo que a su causa convenga, existe la posibilidad innegable de que los intereses y las complicidades que infestan el aparato del Estado consigan, en los más de dos meses que faltan para esa cita, encontrar una rendija legal para impedirlo. Pero de concretarse tal posibilidad, en lugar de disipar las sospechas las multiplicaría, y confirmaría a ojos de la ciudadanía española que el poder político tiene mucho que esconder, y ello redundaría, a su vez, en una nueva y abismal caída de las simpatías que aún puedan quedarle a la familia real. De modo que, independientemente del curso que tome la pesquisa legal comentada, la imputación de la infanta Cristina constituye, por donde se le vea, un jaque al rey, es decir, a la obsoleta, antidemocrática y disfuncional institución monárquica.