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Invierno democrático en la ciudad de la eterna primavera
E

sta semana se anunció la formación de una policía anti-secuestros en Cuernavaca. En principio puede ser una buena noticia, pero atacar los efectos sociales de la violencia va a requerir de un esfuerzo mucho más amplio.

Ya se sabe que la muerte a tiros del capo Arturo Beltrán Leyva, en diciembre de 2009, desató una marejada de violencia en Cuernavaca. Las fracturas dentro de la organización de Beltrán Leyva se redimieron a balazos, y los balazos entre narcos y policías también desataron la violencia, chica y grande, por parte de particulares que no necesariamente tienen relación directa con las drogas, como los guardias de discoteca que mataron a Juan Francisco Sicilia y sus amigos en marzo del 2011, y como la violencia cotidiana de quienes se dedican al secuestro, a los asaltos o a la extorsión por derecho de piso.

El resultado es que hoy Cuernavaca es una ciudad donde los derechos civiles valen muy poco. A diario se construyen negocios en zonas donde no hay permiso para hacerlo: torres de microondas en medio de zonas habitacionales, avisos espectaculares sobre techos de casas en cualquier parte, antros adaptados en casas que no tienen salidas de emergencia (¿cuánto falta para que Cuernavaca tenga su News Divine?), ni tampoco insulación alguna de sonido, y que mantienen despiertos a los vecinos toda la noche durante cuatro o cinco días de la semana. Pagos de derecho de piso a pequeños comerciantes. Cristalazos en zonas de estacionamiento…

Todas estas violaciones a los derechos de los vecinos se dan con tolerancia de autoridades, sí. Los antros los toleran la policía, las oficinas de ecología y de salud; la tolerancia de violaciones de códigos de construcción la cobran funcionarios menores o mayores de oficinas municipales de obras públicas, etcétera. Frecuentemente, los asaltos, secuestros o cristalazos se repiten en lugares conocidos y señalados, cosa que también sugiere arreglos entre ladrones y cuerpos policiales.

Todo aquello se conoce por corrupción, claro. Pero la corrupción de hoy es peor que la de antes, debido al miedo que han generado en la población los ya más de tres años de violencia “del narco” y que es, en realidad, mucho más que violencia únicamente del narco. Cada vez que hay un negocio protegido por la policía, se rumora que el negocio es del narco y, por tanto, que es mejor no meterse con él. La corrupción en sí misma es tomada como signo de presencia del narco.

Si platica uno con taxistas, informan que muchos han dejado de trabajar de noche. ¿Dónde están las protestas públicas de los taxistas y microbuseros asaltados? Si platica uno con cuida-coches, hablan de cómo tienen que apartarse discretamente cuando vienen los cristalazos y cuidarse muy bien de no hablar con policías, para que los ladrones no tomen su venganza. ¿Dónde están las asociaciones de comerciantes quejosos? ¿Dónde las asociaciones de vecinos de las colonias afectadas por la música (comillas obligadas) de los antros? Calladitos todos, por miedo “al narco”. ¿Dónde están las voces de los vecinos que no duermen? ¿Dónde las de los comerciantes que cierran sus negocios por extorsión? Están en el rumor urbano o están en su casa. Están en cualquier parte menos en público: en Cuernavaca la gente ha aprendido a temer a la denuncia.

El único límite a esta regla de silencio ha sido la muerte misma: el movimiento capitaneado por Javier Sicilia, que ha sido fundamental, importantísimo. Pero el atropello civil diario, hormiga, ha quedado opacado por el drama mayor del asesinato. La violación cotidiana de derechos facilita la proliferación de todas las prácticas corruptas conocidas de siempre: el uso del aparato de gobierno como botín, manifiesto en la falta de profesionalismo de cuadros medios y medios bajos. El miedo inhibe la protesta, y el silencio facilita la entrega del aparato burocrático a operadores políticos corruptos.

Y así se cierra el círculo vicioso, porque la relación corrupta entre gobierno y empresarios violadores de derechos civiles en sí misma se interpreta como prueba de la presencia del “ narco”. El miedo a la violencia del narco dio pie al abuso civil, y ahora el abuso es interpretado como prueba de la presencia del narco. Todo eso redunda, al final, en fuertes costos colectivos: dificultades para llegar al trabajo, caída de precios de bienes raíces, reducción del trabajo nocturno, incremento de la desigualdad, más inversión en policía, etcétera.

También se refleja a escala cultural. Así, por todas partes circula una leyenda urbana que dice más o menos así:

“Tengo un amigo que tiene una conocida que estaba en su coche. Delante de ella estaba una camioneta y cuando el semáforo se puso en verde la camioneta no avanzó. La señora, que era muy propia, no sonó el claxon y esperó. La camioneta no se movía, y la señora esperaba. Cuando el semáforo se volvió a poner en rojo, bajaron dos tipos de la camioneta. Uno se acercó a la señora, le pidió que bajara el vidrio y le dijo lo siguiente:

“‘Mi compañero y yo apostamos a si usted tocaría o no el claxon cuando nos quedamos parados en la luz. Yo dije que sí lo tocaría, él que no. Si yo ganaba, el tenía que matarla a usted. Si ganaba él, yo le tenía que pagar a usted 50 mil pesos. Es usted una señora muy amable. Aquí están sus 50 mil pesos’”.

La fábula trae una moraleja importante para los habitantes de una ciudad como Cuernavaca. Si atropellan tus derechos civiles no debes quejarte, porque te pueden matar. Si te quedas callado salvas la vida. Y en una de esas, quién sabe y hasta te toca alguna propina.

La falta de seguridad se está cobrando la vida de la democracia.