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El campo: entre la pesadilla y el tiradero
E

ntre lo mucho que se ha escrito sobre los 20 años de la vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), queremos comentar, por la difusión que han tenido, dos artículos del periodista Sergio Sarmiento. El primero, fechado 3 de enero, se titula TLC de pesadilla. El segundo, el 8 del mismo mes, Tirar dinero al campo. En ellos el autor, a pesar de que maneja algunos datos duros, cae en los lugares comunes que emplean rei­teradamente quienes opinan del campo desde afuera.

En la primera entrega Sarmiento critica a quienes consideran al TLCAN como una pesadilla, pues según él, el poco progreso que hemos tenido los últimos 20 años se debe al TLCAN y a otros tratados: gracias a ellos crecieron el comercio, la producción y las exportaciones. Argumenta que es un engaño atribuir al tratado la pobreza, y aunque el sector agropecuario creció durante estos 20 años menos que la economía en su conjunto, es un hecho que sus exportaciones y su producción se incrementaron. En la segunda entrega califica como tirar el dinero lo gastado o invertido en el campo, pues mientras el presupuesto se ha aumentado en 500 por ciento en 20 años, la producción de los 52 principales cultivos, apenas en 50 por ciento. Para él ni la falta de productividad, crónica en el sector, ni la pobreza, se superarán con el gasto así manejado, y el obs­táculo para hacer un campo productivo es la ley agraria, pues atenta contra los derechos de propiedad y propicia la fragmentación del territorio.

Es cierto que el sector agropecuario ha crecido a menor ritmo que la economía en su conjunto a partir del TLCAN, pero también su aporte al producto nacional bruto ha disminuido en términos porcentuales y se ha disminuido sensiblemente la producción de alimentos básicos: oleaginosas, frijol y trigo. Si bien se incrementaron espectacularmente las exportaciones agroalimentarias, también lo hicieron las importaciones, de tal manera que la balanza comercial agroalimentaria en estos años es deficitaria en más de 45 mil millones de dólares. Ahora exportamos más tomate, cerveza, tequila, aguacate y frutas tropicales, productos casi todos en manos de un puñado de empresas trasnacionales; lo que importamos son alimentos básicos: maíz, carne, leche, arroz, trigo, entre otros, y de nuevo, las importaciones están controladas también por un puñado de grandes empresas como Maseca, Bimbo, Lala, etcétera. No han sido beneficiados, pues, los productores campesinos y los pequeños productores en general, que cosechan sobre todo granos básicos y oleaginosas; al contrario, tienen que competir con lo que se importa a precio dumping. La concentración de la exportación e importación de bienes agroalimentarios sólo ha beneficiado a un puñado de empresas y ha hecho quebrar decenas de miles de explotaciones campesinas, al punto que desde el inicio del tratado se ha perdido cerca de 20 por ciento del empleo rural.

El que el presupuesto destinado al campo sea un tirar el dinero, como dice Sarmiento, es un lugar común que hay que deconstruir con precisión. Es verdad que el presupuesto de Sagarpa y del Programa Especial Concurrente que conjunta todo lo que las dependencias federales invierten o gastan en el medio rural se ha incrementado en la proporción que Sarmiento señala, pero no de manera pareja. Hay una economía política de ese tiradero, es decir, el dinero para el campo no se tira, sino que se canaliza para fines y para beneficiarios muy concretos y muy reducidos, por cierto. Algunos datos: sólo 4 por ciento de las 5.5 millones de unidades de producción agropecuaria tienen acceso al crédito; 10 por ciento de los productores agropecuarios, los de riego, los más ricos, concentran 60 por ciento de los subsidios. El gasto público agrícola se concentra en los estados más ricos: Sinaloa, Tamaulipas, Chihuahua, Jalisco y Sonora, que juntos se llevan casi 40 por ciento del gasto. En cuanto a productores, el 10 por ciento más pobre recibe cuando más 2.9 por ciento del subsidio Procampo y 0.1 por ciento del subsidio ingreso-objetivo; mientras que el 10 por ciento más rico recibe 41.8 y hasta 89 por ciento, respectivamente (John Scott, Subsidios para la desigualdad). Entonces la mayor parte del dinero para el campo se ha tirado para beneficiar a los productores y regiones más ricos, para hacerlas más productivas; en cambio, los productores y regiones más pobres han recibido en su mayoría programas asistenciales –como Oportunidades– para subsistir, no para desarrollar sus capacidades productivas.

Por otro lado, con la contrarreforma agraria de Salinas en 1992, se dijo que se pretendían los objetivos que Sarmiento ahora propone, como dar seguridad jurídica a la tenencia de la tierra, permitir el arrendamiento y venta de la tierra para capitalizarla y evitar la fragmentación, etcétera. Con respecto a estas reformas, las organizaciones campesinas argumentan que las tierras que antes producían alimentos para los mexicanos han sido adquiridas o arrendadas por los capitalistas para la siembra de productos de exportación, proyectos turísticos o inmobiliarios; los recursos mineros, que antes fueron de los mexicanos, están en poder de trasnacionales, principalmente canadienses; el agua, indispensable para la vida, está yendo a parar a empresas privadas que la convierten en mercancía. Para quienes han querido hacer negocio en el campo desde 1994, la ley no ha representado ningún obstáculo. Que se quiera volver a reformar para dejar aún más indefensas a las comunidades ante las trasnacionales es seguramente lo que pretende Peña Nieto con su anunciada reforma al campo, y opiniones como la de Sarmiento abonan en ese sentido.

A pesar de todo hay dos verdades sólidas en toda la tinta que ha corrido estos días. Nadie niega, primero, que la situación del campo, sobre todo de las mayorías campesinas, sigue deteriorándose y, segundo, que las políticas públicas hacia el sector por lo menos los últimos 20 años han sido causa eficiente de dicho deterioro.